lunes, 16 de abril de 2007

Berta, mi clienta favorita


Son las ocho y cuarto, la ciudad sabe que es sábado y se ofrece más amable que de costumbre. Reina el sol de final de verano, septiembre conserva la calidez, pero ha perdido ya la contundencia de la canícula estival. La luz tiene hoy el color de la uva moscatel madura que difumina el perfil de las cosas; el paisaje es como una acuarela de Turner que invita a un paseo relajante, tan distinto ya del de tantos días implacables en los que, como el del cuadro La siesta, de Van Gogh, el azul del cielo traza una frontera ine-quívoca con el amarillo del campo de trigo.


Voy hacia la farmacia andando, con la sensación de alivio que te da la perspectiva del inicio del fin de semana, y mi ritmo es imperceptiblemente más lento que el de ayer. Si llego demasiado justo me encontraré al señor Domingo esperando en la puerta para que le tome la presión. Hace años que batalla con ella, ambos mantienen una larga relación que ahora pasa por un buen momento. Para mi café matinal, acompañado de los inquilinos habituales del bar Neutral, dispongo de menos tiempo que otros días: si le hago esperar demasiado, no se ahorrará su crítica paternal… Me conoce desde ¡hace ya tantos años...!

Hoy veré a Berta, entrará flotando alrededor de las once. Cada sábado, deja el cuadro de Vermeer y se acerca a visitarme. Su cara transparente deja que sus ojos brillen delicadamente, sin deslumbrar. Parece como si hubiese robado toda la luz frágil de la mañana. Entra acompañando a su madre y a sus hermanos. Tiene once años. Nunca toca nada, es una niña educada, tranquila, se acerca al mostrador y asoma sus ojos por encima para contestarme. Cada sábado, le pregunto por sus proyectos para el fin de semana, que repasaremos conjuntamente en una conversación que se repite, pero que no me aburre nunca.
Todo ha sido como esperaba, como cada sábado, pero su madre está intranquila. Berta no acaba de estar bien, no duerme bien, este verano ha adelgazado y tiene mucha sed. Me pregunta por unas tiras indicadoras de glucosa en orina: tiene aquella intuición que las madres sienten cuando algo no acaba de ir bien a sus hijos. Pienso que es conveniente hacerle una prueba de glucemia, se lo comento a su madre y está de acuerdo.


En diez minutos, tengo el resultado, que no es nada bueno: 501 mg/dL. Parece que las sospechas de la madre se confirman y aconsejo una visita urgente, inmediata, al médico, porque creo que el resultado requiere confirmación y, si es así, un diagnóstico y un tratamiento.


Casi nunca comento en casa lo que me ha ocurrido en la farmacia, pero hoy, después del paseo de vuelta en el que ya he visto algún amarillo revolotear entre las hojas de los plátanos, he contado la historia mientras comíamos y disfrutábamos del inicio de una tarde luminosa.


Este sábado de principios de otoño me recibe con una luz color plomo. Busco con avidez los restos del naufragio veraniego en la playa oscura de asfalto. Ni rastro. El ambiente está cargado de una humedad traidora, de las que te envuelven con insidia, de las que, sin darte cuenta, te inundan por dentro. La perspectiva de un sábado, como tantos ya, pesa en mi ánimo. Es la carga de la monotonía de lo que se repite semana tras semana.


Mientras compro el periódico vuelvo a preguntarme qué habrá ocurrido con Berta, no sé nada más de ella desde aquel sábado luminoso, hace ya tres semanas.
A media mañana la veo entrar: es mi clienta favorita, tiene un aspecto saludable. Me alegro. Se acerca como siempre al mostrador y me dice que ha salido a dar una vuelta. El médico le ha aconsejado que pasee cada mañana. Su madre me comenta que le están ajustando la dosis de insulina.


Aquel sábado luminoso de final de verano, al salir de la farmacia, fueron rápidamente al hospital y el pediatra la pudo recibir.
– ¿Cuánto tiempo hace que ha desayunado...?
– Unas tres horas.
– Este análisis que le han hecho en la farmacia no tiene mucho significado... de todas formas, lo repetiremos. El resultado es de 489 mg/dL.
– No es urgente –insiste el pediatra–. Que esta noche cene suave y la semana que viene ya veremos.

La madre no lo ve claro, le extraña el contraste entre mi consejo y la indicación del pediatra y, al salir, pasa por urgencias del mismo hospital. Con los resultados y lo que le explica al médico que la atiende, éste decide ingresarla.
Berta es diabética.


Los controles, una vez estabilizada, van saliendo bastante bien. La vida de Berta ha cambiado, su páncreas no funciona bien, pero continúa teniendo esos ojos transparentes y viene cada sábado, y comentamos su fin de semana: continúa con todas sus actividades.


Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamente al médico. Creo que fue un acierto de la madre de Berta volver a entrar en urgencias.


Espero que Berta, de aquí a muchos años, acompañe a sus hijos cada sábado a pasear por el barrio donde vivan, a lo mejor también entrarán en la farmacia del barrio y, quizás, hablarán del fin de semana con su farmacéutico. O no. La vida de Berta no sé como será.


Berta es mi clienta favorita porque me cuenta cada sábado un trocito de su vida, y porque justifica que cada mañana esté en mi farmacia.


«Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamenteal médico»

1 comentario:

mon dijo...

La satisfacción de ayudar a alguien y poder formar parte de la vida de algunos clientes, a los que realmente aprecias, es una gran recompensa para una profesión que a veces puede resultar ingrata....en especial para los que no somos titulares!
Felicitats pels articles!