Nada
Nada, no pasa nada. Estoy escribiendo delante de la ventana que se nutre de la luz del patio interior de la manzana en la que está situado mi piso de Barcelona. No veo a nadie en alguna de las galerías traseras de los edificios vecinos, esos poros por donde la vida debería transpirar. El día es de aquellos días en los que la luz dibuja fácil, sin engaños. Después de mirar con más atención detecto aliviado que una sábana de un blanco insultante ondea ligeramente, como si estuviera reclamando una tregua a media voz. Interpreto ese leve movimiento, que he podido divisar después de escudriñar minuciosamente mi familiar paisaje urbano, como una leve señal de que, al menos, el aire no se ha parado. Esa sensación vertiginosa que sentimos cuando nos enfrentamos al vacío, a la nada, se apacigua en parte.
La aparente asepsia de lo que, en otros momentos, es un baile alegre de vecinos saliendo y entrando de sus pisos, ha encendido una luz de alarma que me empuja a abrir el balcón. Es un día de junio soleado y fresco, limpio como la sábana que alguien ha tendido delante de mi ventana y que luce como un faro. Un día de esos que nos permiten mantener una conversación, en un tono más relajado de lo habitual, con el compañero de viaje en el ascensor que nos lleva al cubículo donde trabajamos. El resorte que me impulsa a salir no es el deseo de sumergirme en el paisaje brillante y aparentemente inanimado, lo que me empuja realmente es la necesidad de notar algo de vida, ver a alguien tender la colada, oír el jolgorio de algún grupo de amigos o bien oler los aromas que emanan de alguna cocina.
Salgo al balcón adosado a la derecha de la galería trasera, del mismo modo que lo hacen las locomotoras al salir del túnel, con la esperanza de que aquel punto luminoso que les guía en la negritud les abra una ventana a la luz, al paisaje. Mi salida intempestiva sólo me permite percibir aquella sensación que tengo al contemplar el cuadro «Sun in a empty room», de Edward Hopper, esa quietud inquietante, esa vida contenida, esa implosión de sentimientos.
En ese instante que separa el pánico de la lucidez me parece intuir una figura femenina que cruza, de una manera fugaz, de extremo a extremo, el ventanal que, a modo de pantalla de cine, tengo delante del anfiteatro de mi balcón. Ese detalle, que a modo de interruptor, enciende mi sensibilidad sensorial, me permite captar un leve murmullo de voces agudas y felices, que emergen de la guardería que tiene su patio de recreo en el escenario hacia donde están enfocadas las ventanas del pedazo de ciudad en el que vivo. Como si se tratara de una bola de nieve bajando por una ladera, mi atención va creciendo y el frío paisaje va adquiriendo, poco a poco, nuevos matices que lo hacen más cercano, más vivo. Lo que hasta ahora era un aire ligero, de una esterilidad preocupante, sin ningún matiz que me recordara algún estofado cocinado lentamente en el alambique de alguna cocina vecina, va perfumándose. Me envuelven las notas de un sofrito hecho con el amor del que espera disfrutarlo en la mesa familiar mientras se habla y se escucha.
Respiro tranquilo, todo ha sido un espejismo que ha logrado confundirme, son ya tantos años de travesías por el desierto que ya no debería dejarme sorprender. ¡He caído como un novato! Siempre pasan cosas, aunque la vida esté escondida, siempre está latiendo, a veces de una forma sigilosa, tan discretamente que puede pasar desapercibida para un observador que no haga el esfuerzo para sentirla.
Ya más tranquilo, vuelvo a entrar en casa, para enfrentarme con el artículo quincenal. No vienen las ideas y el vacío del papel, tan blanco como la sábana ondulante, empieza a obsesionarme, por lo que desisto. Mi artículo deberá esperar.
La mesa está puesta con esmero, el escenario ideal para una cena. Es redonda, lo que favorece la tertulia. Esta noche compartiremos mesa con algunos profesionales distinguidos y con algunos miembros de lo que podríamos denominar como intelectualidad dominante. El primer plato es una ensalada en la que lo más importante es la paleta de los colores utilizada para elaborarla, insípida y muy saludable. La conversación se mantiene en los términos que impone la más civilizada de las hipocresías, lo que la hace tan insípida y saludable como la ensalada.
Con el segundo plato, unas doradas de granja, todas del mismo tamaño y en las que el sabor a mar es tan solo un ligero recuerdo; la conversación deriva hacia cuestiones relativas al mundo de las farmacias, en un intento educado de repartir proporcionalmente los temas tratados, mientras degustamos, es un decir, la carne blanca del pescado.
– ¿Aún existe eso de las distancias para abrir una farmacia?
– Bueno, ahora que estamos en Europa, seguro que estas regulaciones van a desaparecer.
– Ahora deben existir problemas, mis pastillas de la tensión hace días que no las encuentro en mi farmacia.
– ¿Son tan caras aún las farmacias?
– La semana pasada, cuando fui a Lisboa, compré mis analgésicos en el supermercado.
– Cinco años de carrera, para acabar vendiendo «aspirinas».
Una conversación insípida como la dorada; en definitiva, no pasa nada ¿no?
Al llegar a casa, a media noche, intento empezar a escribir mi artículo, pero me quedo admirando el espectáculo de las luces de las ventanas que dan a mi particular universo urbano; en el patio, un grupo de amigos muy ruidoso está celebrando una fiesta alrededor de una barbacoa de sardinas.
Siempre pasan cosas… al menos en el patio de mi manzana.
La aparente asepsia de lo que, en otros momentos, es un baile alegre de vecinos saliendo y entrando de sus pisos, ha encendido una luz de alarma que me empuja a abrir el balcón. Es un día de junio soleado y fresco, limpio como la sábana que alguien ha tendido delante de mi ventana y que luce como un faro. Un día de esos que nos permiten mantener una conversación, en un tono más relajado de lo habitual, con el compañero de viaje en el ascensor que nos lleva al cubículo donde trabajamos. El resorte que me impulsa a salir no es el deseo de sumergirme en el paisaje brillante y aparentemente inanimado, lo que me empuja realmente es la necesidad de notar algo de vida, ver a alguien tender la colada, oír el jolgorio de algún grupo de amigos o bien oler los aromas que emanan de alguna cocina.
Salgo al balcón adosado a la derecha de la galería trasera, del mismo modo que lo hacen las locomotoras al salir del túnel, con la esperanza de que aquel punto luminoso que les guía en la negritud les abra una ventana a la luz, al paisaje. Mi salida intempestiva sólo me permite percibir aquella sensación que tengo al contemplar el cuadro «Sun in a empty room», de Edward Hopper, esa quietud inquietante, esa vida contenida, esa implosión de sentimientos.
En ese instante que separa el pánico de la lucidez me parece intuir una figura femenina que cruza, de una manera fugaz, de extremo a extremo, el ventanal que, a modo de pantalla de cine, tengo delante del anfiteatro de mi balcón. Ese detalle, que a modo de interruptor, enciende mi sensibilidad sensorial, me permite captar un leve murmullo de voces agudas y felices, que emergen de la guardería que tiene su patio de recreo en el escenario hacia donde están enfocadas las ventanas del pedazo de ciudad en el que vivo. Como si se tratara de una bola de nieve bajando por una ladera, mi atención va creciendo y el frío paisaje va adquiriendo, poco a poco, nuevos matices que lo hacen más cercano, más vivo. Lo que hasta ahora era un aire ligero, de una esterilidad preocupante, sin ningún matiz que me recordara algún estofado cocinado lentamente en el alambique de alguna cocina vecina, va perfumándose. Me envuelven las notas de un sofrito hecho con el amor del que espera disfrutarlo en la mesa familiar mientras se habla y se escucha.
Respiro tranquilo, todo ha sido un espejismo que ha logrado confundirme, son ya tantos años de travesías por el desierto que ya no debería dejarme sorprender. ¡He caído como un novato! Siempre pasan cosas, aunque la vida esté escondida, siempre está latiendo, a veces de una forma sigilosa, tan discretamente que puede pasar desapercibida para un observador que no haga el esfuerzo para sentirla.
Ya más tranquilo, vuelvo a entrar en casa, para enfrentarme con el artículo quincenal. No vienen las ideas y el vacío del papel, tan blanco como la sábana ondulante, empieza a obsesionarme, por lo que desisto. Mi artículo deberá esperar.
La mesa está puesta con esmero, el escenario ideal para una cena. Es redonda, lo que favorece la tertulia. Esta noche compartiremos mesa con algunos profesionales distinguidos y con algunos miembros de lo que podríamos denominar como intelectualidad dominante. El primer plato es una ensalada en la que lo más importante es la paleta de los colores utilizada para elaborarla, insípida y muy saludable. La conversación se mantiene en los términos que impone la más civilizada de las hipocresías, lo que la hace tan insípida y saludable como la ensalada.
Con el segundo plato, unas doradas de granja, todas del mismo tamaño y en las que el sabor a mar es tan solo un ligero recuerdo; la conversación deriva hacia cuestiones relativas al mundo de las farmacias, en un intento educado de repartir proporcionalmente los temas tratados, mientras degustamos, es un decir, la carne blanca del pescado.
– ¿Aún existe eso de las distancias para abrir una farmacia?
– Bueno, ahora que estamos en Europa, seguro que estas regulaciones van a desaparecer.
– Ahora deben existir problemas, mis pastillas de la tensión hace días que no las encuentro en mi farmacia.
– ¿Son tan caras aún las farmacias?
– La semana pasada, cuando fui a Lisboa, compré mis analgésicos en el supermercado.
– Cinco años de carrera, para acabar vendiendo «aspirinas».
Una conversación insípida como la dorada; en definitiva, no pasa nada ¿no?
Al llegar a casa, a media noche, intento empezar a escribir mi artículo, pero me quedo admirando el espectáculo de las luces de las ventanas que dan a mi particular universo urbano; en el patio, un grupo de amigos muy ruidoso está celebrando una fiesta alrededor de una barbacoa de sardinas.
Siempre pasan cosas… al menos en el patio de mi manzana.
2 comentarios:
Si, siempre pasan cosas, pero hay que tener ojos, mente abierta y humor para verlas. Por eso siempre pasa algo y parece que no pasa nada. Porque a veces las cosas que pasan, presenciamos, o vivimos, solo nos despiertan bostezos, hastío y sensación de nada, porque se trata de un guión ya escrito, refrito y manido, en el que todo se repite, y se repite, y se repite… y ya se sabe, las cosas de tanto verlas ya no las ves, por eso, a veces, se pierde la perspectiva y no vemos venir el futuro que se esconde en las cosas de siempre.
Un abrazo y felicidades, amigo ¡este blog me encanta! Y, por cierto, escribes maravillosamente, sabes transmitir y estimulas a la reflexión. ¿Alguien ha pensado en convertir estos “quincenales” en un libro?, espero que sí.
María José Alonso
Amiga María José,
Un libro, que reto!. No me merezco este comentario. Gracias.
Nada, la vida es nada sin los otros, sin mi patio, sin mis amigos, sin mi amor, sin mis hijos, sin mis clientes, sin mis muertos y sin mis vivos.
!Que pequeños que somos y que grandes !
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