El mejor lugar del mundo
Hay veces que te encuentras con rincones de los que no te irías nunca, que son el mejor lugar del mundo, y que si realmente existe otro mejor, no te apetece conocerlo. Es como si un universo pequeño apareciera en el centro del universo. Esta es la sensación que tengo cuando llego a Port de Reig, un pequeño recodo en la línea de la costa que dibuja el perfil de Port de la Selva.
No es un rincón especialmente bello, pero tiene justo lo que es necesario. En el centro de la plazoleta un frondoso plátano, con las hojas verde brillante, muy juntas, reparte generosamente la sombra, incluso en las horas en que el sol maltrata las piedras de las calas. Los gorriones se mueven a saltitos nerviosos por su frondosa copa mientras no despegan en sus cortos vuelos.
Antes de llegar al mar, la carretera dibuja la primera frontera con el agua de la bahía, donde los veleros reposan resguardados de la tramontana. Es la vía por donde los paseantes deambulan sin prisa, disfrutando del color y del olor del mar. Un mar que mezcla en su interior las luces del cielo y las devuelve como un calidoscopio eternamente cambiante.
En una esquina de este pequeño mundo está situado el bar Marcelino. Un pequeño local, viejo y desordenado. Detrás de la barra se mueve con dificultad la cocinera. Es como un milagro que su corpulencia se desplace por un espacio tan reducido sin cometer estropicios con los platos que va sacando de la cocina. Es un ejemplo perfecto de adaptación al medio.
Su marido es el dueño del chiringuito. Es un pescador reciclado al gremio de la restauración, un personaje arisco, que controla su terraza con mano de hierro. En ese trozo de plaza cubierto por un juego de toldos verdiblancos todo sucede con el ritmo que él impone y con el orden que él ha establecido. Su uniforme, unos pantalones tejanos empujados hacia arriba por unos tirantes azul marino, hace juego con una barba blanca y larga. Casi nunca sonríe. No es aconsejable retar a su mirada, sobre todo cuando su lengua sobresale intermitentemente de entre sus labios, como si de una serpiente se tratara. Yo le tengo un cariño especial y me parece que él también me lo tiene.
El bar Marcelino está en ese rincón, así, bien puesto, con su ensaladilla rusa –la única que he probado que incorpora la cebolla como componente–, sus anxoves amb pa i tomàquet y, cuando la tramontana lo permite, sus sardinas a la plancha. Es lo que hay, hace veinte años que como allí y hace veinte años que encuentro lo mismo. Lo mejor de comer allí es su coherencia, comes lo que saben hacer, en el lugar adecuado.
Mis padres me pagaron una buena educación en Can Culapi y una carrera universitaria, la misma que realizó mi madre. Nunca se lo agradeceré bastante. Pero hay maestros que no tienen sus tarimas en esas ilustres aulas. Ese viejo marinero tiene su santuario en un rincón desaliñado en el que se imparten clases de autenticidad, porque lo que se come en su terraza es lo que él se comería en el comedor de su casa. En el bar Marcelino no hay trampa ni cartón.
Es domingo y no tengo paracetamol que alivie mi dolor de cabeza habitual del final de vacaciones, me acerco a la farmacia y me alegro porque no hay casi clientes –¡que cierto es aquello que canta Pau Donés!….Depende, todo depende…–, un auxiliar de farmacia está vendiendo protectores solares a un grupo de irlandeses alérgicos al sol que quieren una loción que transforme el fuego del Mediterráneo en la raquítica brasa del Mar del Norte.
No conozco a la farmacéutica, pero sé que es quien está atendiendo a una pareja, porque va adecuadamente identificada por una placa blanca y morada. Ella, una morena, muy morena, recauchutada, él un morenazo con gafas oscuras que está orgulloso de su reloj y de su pareja. La farmacéutica insiste en que no tiene ninguna píldora maravillosa que elimine unos michelines incipientes y tampoco quiere venderle unas gotas para el oído que supura.
– El médico visita hasta las ocho, es conveniente que la vea. Seguramente necesita un antibiótico.
La insistencia de la clienta de plexiglás pone a prueba el criterio de la farmacéutica, que insiste amablemente en su incapacidad de percibir los kilitos de más, en que los milagros no existen y en que es conveniente una revisión médica del pus alojado en el oído medio.
La paciencia de la farmacéutica es «jobiana», mientras la farmacia se va llenando paulatinamente de unos amigos de los irlandeses asados por las horas de playa, de un niño con el pie al aire en el que se ha clavado una espina de erizo y de una venerable viejecita con sus recetas coloradas.
Me imagino a mi admirado jefe del chiringuito, detrás del mostrador, sacando su lengua viperina mientras despacha expeditivamente a la pareja sin ninguna contemplación y con energía empieza a solucionar los problemas de los chamuscados, sale de detrás del mostrador para intentar extraer la espina de erizo con una pomada que ya formulaba su abuelo y recordarle, como cada mes, a la viejecita que no se olvide de tomar la pastilla de la presión cada mañana.
La pareja, gira de golpe y mi espejismo se desvanece.
– ¡Este pueblo cada vez está peor! –comentan los guapos clientes con un tono de voz suficiente para que la farmacéutica les oiga–. ¡Ya no se puede ir ni a la farmacia!
– Un paracetamol, por favor –solicito a la farmacéutica.
La farmacéutica no da muestras de irritación y me sirve mi pedido mientras me comenta cortésmente el maravilloso día de playa del que hemos disfrutado. Con habilidad y agilidad, me despide y se interesa por los irlandeses que brillan con un púrpura intenso. Sin aspavientos, con profesionalidad, en esta farmacia también se hace lo que la farmacéutica sabe y cree. Como tiene que ser. Como en mi rincón favorito.
Después de muchos años de comer sardinas en Port de Reig, este agosto me atrevo a felicitar a Marcelino.
–Marcelino, ¡hoy las sardinas están mejor que nunca!
–Me llamo Nicolás….
Me ha parecido intuir una leve sonrisa entre los pelos desordenados de su barba.
No es un rincón especialmente bello, pero tiene justo lo que es necesario. En el centro de la plazoleta un frondoso plátano, con las hojas verde brillante, muy juntas, reparte generosamente la sombra, incluso en las horas en que el sol maltrata las piedras de las calas. Los gorriones se mueven a saltitos nerviosos por su frondosa copa mientras no despegan en sus cortos vuelos.
Antes de llegar al mar, la carretera dibuja la primera frontera con el agua de la bahía, donde los veleros reposan resguardados de la tramontana. Es la vía por donde los paseantes deambulan sin prisa, disfrutando del color y del olor del mar. Un mar que mezcla en su interior las luces del cielo y las devuelve como un calidoscopio eternamente cambiante.
En una esquina de este pequeño mundo está situado el bar Marcelino. Un pequeño local, viejo y desordenado. Detrás de la barra se mueve con dificultad la cocinera. Es como un milagro que su corpulencia se desplace por un espacio tan reducido sin cometer estropicios con los platos que va sacando de la cocina. Es un ejemplo perfecto de adaptación al medio.
Su marido es el dueño del chiringuito. Es un pescador reciclado al gremio de la restauración, un personaje arisco, que controla su terraza con mano de hierro. En ese trozo de plaza cubierto por un juego de toldos verdiblancos todo sucede con el ritmo que él impone y con el orden que él ha establecido. Su uniforme, unos pantalones tejanos empujados hacia arriba por unos tirantes azul marino, hace juego con una barba blanca y larga. Casi nunca sonríe. No es aconsejable retar a su mirada, sobre todo cuando su lengua sobresale intermitentemente de entre sus labios, como si de una serpiente se tratara. Yo le tengo un cariño especial y me parece que él también me lo tiene.
El bar Marcelino está en ese rincón, así, bien puesto, con su ensaladilla rusa –la única que he probado que incorpora la cebolla como componente–, sus anxoves amb pa i tomàquet y, cuando la tramontana lo permite, sus sardinas a la plancha. Es lo que hay, hace veinte años que como allí y hace veinte años que encuentro lo mismo. Lo mejor de comer allí es su coherencia, comes lo que saben hacer, en el lugar adecuado.
Mis padres me pagaron una buena educación en Can Culapi y una carrera universitaria, la misma que realizó mi madre. Nunca se lo agradeceré bastante. Pero hay maestros que no tienen sus tarimas en esas ilustres aulas. Ese viejo marinero tiene su santuario en un rincón desaliñado en el que se imparten clases de autenticidad, porque lo que se come en su terraza es lo que él se comería en el comedor de su casa. En el bar Marcelino no hay trampa ni cartón.
Es domingo y no tengo paracetamol que alivie mi dolor de cabeza habitual del final de vacaciones, me acerco a la farmacia y me alegro porque no hay casi clientes –¡que cierto es aquello que canta Pau Donés!….Depende, todo depende…–, un auxiliar de farmacia está vendiendo protectores solares a un grupo de irlandeses alérgicos al sol que quieren una loción que transforme el fuego del Mediterráneo en la raquítica brasa del Mar del Norte.
No conozco a la farmacéutica, pero sé que es quien está atendiendo a una pareja, porque va adecuadamente identificada por una placa blanca y morada. Ella, una morena, muy morena, recauchutada, él un morenazo con gafas oscuras que está orgulloso de su reloj y de su pareja. La farmacéutica insiste en que no tiene ninguna píldora maravillosa que elimine unos michelines incipientes y tampoco quiere venderle unas gotas para el oído que supura.
– El médico visita hasta las ocho, es conveniente que la vea. Seguramente necesita un antibiótico.
La insistencia de la clienta de plexiglás pone a prueba el criterio de la farmacéutica, que insiste amablemente en su incapacidad de percibir los kilitos de más, en que los milagros no existen y en que es conveniente una revisión médica del pus alojado en el oído medio.
La paciencia de la farmacéutica es «jobiana», mientras la farmacia se va llenando paulatinamente de unos amigos de los irlandeses asados por las horas de playa, de un niño con el pie al aire en el que se ha clavado una espina de erizo y de una venerable viejecita con sus recetas coloradas.
Me imagino a mi admirado jefe del chiringuito, detrás del mostrador, sacando su lengua viperina mientras despacha expeditivamente a la pareja sin ninguna contemplación y con energía empieza a solucionar los problemas de los chamuscados, sale de detrás del mostrador para intentar extraer la espina de erizo con una pomada que ya formulaba su abuelo y recordarle, como cada mes, a la viejecita que no se olvide de tomar la pastilla de la presión cada mañana.
La pareja, gira de golpe y mi espejismo se desvanece.
– ¡Este pueblo cada vez está peor! –comentan los guapos clientes con un tono de voz suficiente para que la farmacéutica les oiga–. ¡Ya no se puede ir ni a la farmacia!
– Un paracetamol, por favor –solicito a la farmacéutica.
La farmacéutica no da muestras de irritación y me sirve mi pedido mientras me comenta cortésmente el maravilloso día de playa del que hemos disfrutado. Con habilidad y agilidad, me despide y se interesa por los irlandeses que brillan con un púrpura intenso. Sin aspavientos, con profesionalidad, en esta farmacia también se hace lo que la farmacéutica sabe y cree. Como tiene que ser. Como en mi rincón favorito.
Después de muchos años de comer sardinas en Port de Reig, este agosto me atrevo a felicitar a Marcelino.
–Marcelino, ¡hoy las sardinas están mejor que nunca!
–Me llamo Nicolás….
Me ha parecido intuir una leve sonrisa entre los pelos desordenados de su barba.
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