Síndrome de "Torre de Marfil"
Carlitos Badía tenía una nariz importante y los ojos oscuros y juntos, su cara era triangular, con la barbilla puntiaguda. No era de los compañeros de curso con los que me escaqueaba de las clases de francés para mejorar la técnica del arrastre en el futbolín situado en el hall del cine Novedades. Carlitos no faltaba nunca a clase de francés; las pocas veces que coincidíamos era subiendo las escaleras que nos llevaban a las aulas, bajo la inquisidora mirada del director, el Sr. Colomé. Las fugaces conversaciones que manteníamos eran ordenadas y sin grandes expresiones de jolgorio, conversaciones educadas, pero les faltaba la complicidad de las que tienen los compañeros de partida. El «Colo» no las hubiese permitido de ningún otro modo. El director era un personaje siniestro, siempre estaba sudando debido al barrigón que le servía de apoyo cuando nos vigilaba, con su cigarrillo flácido entre los labios, colgando de un poblado mostacho de un negro intensísimo. Su única misión cuando se asomaba a la baranda era impedir cualquier indisciplina mientras realizábamos la ascensión.
Tenía la impresión de que Carlitos llegaría lejos, era de esos chavales que tienen claro lo que quieren y cómo conseguirlo. Nunca más supe de Carlitos, ni tampoco si mi presagio se cumplió.
En mayo, el Paseo del Prado rezuma vitalidad, los verdes de las copas de los plátanos centenarios brillan iluminados por el sol castellano y construyen una cúpula vegetal que protege a los paseantes del trajín de los vehículos que transitan por las calzadas laterales.
Al traspasar el dintel de la puerta del Museo del Prado, de una manera automática, realizo una reverencia imperceptible. Es como si el peso de la Historia del Arte me provocara ese acto-reflejo.
Mi tío Josep era una persona difícil, maltratada por una diabetes mal cuidada que acabó matándole; era pintor, sus cuadros abstractos van acumulando polvo en el garaje de la casa de mis padres. De vez en cuando, me contaba la enorme importancia que tenía Velázquez.
Yo no acababa de entender que un pintor abstracto admirara a un maestro clásico, pero empecé a intuir que la esencia del arte va más allá del virtuosismo. Siempre que puedo voy a mirar los cuadros de Velázquez. Después de visitar la sala donde se expone el cuadro de las lanzas y de quedarme extasiado, de vuelta ya, con mi dosis de Velázquez en mis retinas y en mi corazón, me cruzo con el retrato de Carlos III cazador, el cuadro de Goya en el que el monarca va tocado con el tricornio de Esquilache, el del motín. El recuerdo de Carlitos se asoma repentinamente. La misma narizota y esos ojos oscuros. Por un instante, en uno de esos momentos locos que nos proporciona el enjambre de neuronas que tenemos colocado entre la nariz y el cogote, veo a mi Carlitos como el rey que edificó el Museo del Prado y que limpió Madrid.
Superado el espejismo que trasladó a mi amigo al siglo XVIII y le implantó in Vitro en la dinastía borbónica, me zambullo en el mar de datos sobre ese rey que quiso ilustrar a la España hija de la Inquisición y de la tradición.
No hay ninguna duda de que los madrileños le deben al monarca del sombrero de tres picos que acometiera la limpieza de la sucia villa de 150.000 habitantes y la convirtiera en el germen de lo que es ahora, una gran capital europea. Si bien es cierto que su despotismo ilustrado ya se intuía en su frase: «Mis vasallos son como los niños, lloran cuando se les lava».
Carlos III es el máximo representante en España de esa despótica manera de reinar que bebe de la Ilustración, pero que es incapaz de hacer partícipe al pueblo de los cambios. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».
Sería injusto menospreciar la obra realizada por el hijo de Felipe V, aunque su voluntad reformadora quedó a medio camino, pisó el freno después de notar la oposición de los poderosos y porque la Historia tiene reservado el protagonismo de los grandes cambios para el pueblo.
Tres siglos más tarde, el método de Carlitos ya no sirve, los que dirigen los cambios deben hacer partícipes de los mismos a sus representados, no vale sólo con tener el conocimiento, ni tan siquiera la razón, porque la fuerza de la razón te la dan los que te votan. Es mucho más incómodo ser presidente que ser rey, porque la democracia va más allá de la biología.
Sería pretencioso por mi parte, incluso podría llegar a ser hortera, comparar la trascendencia y la profundidad de las reformas que pretendía la Ilustración con los cambios que está sufriendo mi profesión, pero como la hipoteca de mi casa la pago con lo que gano haciendo de farmacéutico, el proceso de transformación es de una importancia histórica, al menos para mí.
La farmacia en España se mueve entre los que maniobran más o menos inteligentemente, con el único objetivo de mantener una situación que les beneficia, y los que propugnan cambios radicales que posicionen al farmacéutico como un profesional sanitario integrado en la cadena asistencial. En este amplio abanico limitado por los dos posicionamientos extremos existen multitud de propuestas intermedias que también pretenden, todas ellas, lo mejor para la profesión, de eso estoy seguro. Todo para el pueblo…
Pero, ¿dónde está la función pedagógica del político?, ¿dónde está el debate sereno entre los que defienden los distintos modelos con el fin de llegar a un proyecto asumido por la mayoría real de la profesión? Detecto un síndrome de «Torre de Marfil» en la que los ilustrados se refugian para lamentarse de la incomprensión de sus representados… pero sin el pueblo.
A veces me pregunto si Carlitos se hizo farmacéutico.
Tenía la impresión de que Carlitos llegaría lejos, era de esos chavales que tienen claro lo que quieren y cómo conseguirlo. Nunca más supe de Carlitos, ni tampoco si mi presagio se cumplió.
En mayo, el Paseo del Prado rezuma vitalidad, los verdes de las copas de los plátanos centenarios brillan iluminados por el sol castellano y construyen una cúpula vegetal que protege a los paseantes del trajín de los vehículos que transitan por las calzadas laterales.
Al traspasar el dintel de la puerta del Museo del Prado, de una manera automática, realizo una reverencia imperceptible. Es como si el peso de la Historia del Arte me provocara ese acto-reflejo.
Mi tío Josep era una persona difícil, maltratada por una diabetes mal cuidada que acabó matándole; era pintor, sus cuadros abstractos van acumulando polvo en el garaje de la casa de mis padres. De vez en cuando, me contaba la enorme importancia que tenía Velázquez.
Yo no acababa de entender que un pintor abstracto admirara a un maestro clásico, pero empecé a intuir que la esencia del arte va más allá del virtuosismo. Siempre que puedo voy a mirar los cuadros de Velázquez. Después de visitar la sala donde se expone el cuadro de las lanzas y de quedarme extasiado, de vuelta ya, con mi dosis de Velázquez en mis retinas y en mi corazón, me cruzo con el retrato de Carlos III cazador, el cuadro de Goya en el que el monarca va tocado con el tricornio de Esquilache, el del motín. El recuerdo de Carlitos se asoma repentinamente. La misma narizota y esos ojos oscuros. Por un instante, en uno de esos momentos locos que nos proporciona el enjambre de neuronas que tenemos colocado entre la nariz y el cogote, veo a mi Carlitos como el rey que edificó el Museo del Prado y que limpió Madrid.
Superado el espejismo que trasladó a mi amigo al siglo XVIII y le implantó in Vitro en la dinastía borbónica, me zambullo en el mar de datos sobre ese rey que quiso ilustrar a la España hija de la Inquisición y de la tradición.
No hay ninguna duda de que los madrileños le deben al monarca del sombrero de tres picos que acometiera la limpieza de la sucia villa de 150.000 habitantes y la convirtiera en el germen de lo que es ahora, una gran capital europea. Si bien es cierto que su despotismo ilustrado ya se intuía en su frase: «Mis vasallos son como los niños, lloran cuando se les lava».
Carlos III es el máximo representante en España de esa despótica manera de reinar que bebe de la Ilustración, pero que es incapaz de hacer partícipe al pueblo de los cambios. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».
Sería injusto menospreciar la obra realizada por el hijo de Felipe V, aunque su voluntad reformadora quedó a medio camino, pisó el freno después de notar la oposición de los poderosos y porque la Historia tiene reservado el protagonismo de los grandes cambios para el pueblo.
Tres siglos más tarde, el método de Carlitos ya no sirve, los que dirigen los cambios deben hacer partícipes de los mismos a sus representados, no vale sólo con tener el conocimiento, ni tan siquiera la razón, porque la fuerza de la razón te la dan los que te votan. Es mucho más incómodo ser presidente que ser rey, porque la democracia va más allá de la biología.
Sería pretencioso por mi parte, incluso podría llegar a ser hortera, comparar la trascendencia y la profundidad de las reformas que pretendía la Ilustración con los cambios que está sufriendo mi profesión, pero como la hipoteca de mi casa la pago con lo que gano haciendo de farmacéutico, el proceso de transformación es de una importancia histórica, al menos para mí.
La farmacia en España se mueve entre los que maniobran más o menos inteligentemente, con el único objetivo de mantener una situación que les beneficia, y los que propugnan cambios radicales que posicionen al farmacéutico como un profesional sanitario integrado en la cadena asistencial. En este amplio abanico limitado por los dos posicionamientos extremos existen multitud de propuestas intermedias que también pretenden, todas ellas, lo mejor para la profesión, de eso estoy seguro. Todo para el pueblo…
Pero, ¿dónde está la función pedagógica del político?, ¿dónde está el debate sereno entre los que defienden los distintos modelos con el fin de llegar a un proyecto asumido por la mayoría real de la profesión? Detecto un síndrome de «Torre de Marfil» en la que los ilustrados se refugian para lamentarse de la incomprensión de sus representados… pero sin el pueblo.
A veces me pregunto si Carlitos se hizo farmacéutico.
2 comentarios:
Estoy de acuerdo con lo de la función pedagógica y lo del debate...pero yo me pregunto, ¿dónde está la voz de los farmacéuticos exigiendo esta función pedagógica del político?; y sigo preguntándome ¿dónde están los farmacéuticos debatiendo modelos de farmacia?. Porque órganos de expresión no nos faltan, pero, ¿será tal vez que la inercia o la falta de perspectiva atenaza de nuevo la capacidad de reacción del colectivo?. Porque, semaos realistas, las soluciones solas no suelen venir, hay que empujarlas.
Vamos a ver cuánta gente opina, porque medios y pistas, al menos tu se las estás dando.
Apreciado jmp:
Las grandes preguntas son las que quedan sin respuesta. Una de esas preguntas siempre ha sido y será:
¿Qué fué primero, el huevo o la gallina?
Seguramente la vida no sería tan divertida sin esas preguntas, son las que nos hacen superar la pereza. Es de ilusos suponer que sabemos la respuesta. La única respuesta está en preguntárselas permanentemente. Ya nos lo dijo el nuevo premio Príncipe de Asturias, nuestro viejo trobador Bob. "La respuesta está en el viento......"
PD. Apreciado JMP, siempre jugarás en primera división.
Publicar un comentario