Aniversario feliz
El mismo día que recibió la carta anunciándole que ya hacía veinticinco años de su colegiación, David Nurda reservó en su agenda la tarde que su Colegio celebraba la fiesta anual. Cuando David estudiaba, ya tenía la costumbre de dibujar en hojitas de papel un calendario de cada mes que guardaba celosamente en su cartera; en una de esas hojitas marcó el día del aniversario. En la fecha señalada, iría a recoger la insignia de plata y disfrutaría del concierto con los compañeros de profesión. Con un poco de suerte, volverían al bar en el que los amigos de facultad se reunían los viernes por la noche, un rincón escondido en el Barrio Gótico donde esperaba poder disfrutar de un encuentro agradable sin una dosis excesiva de nostalgia.
Desde su separación de María, vivía solo. Estaba acostumbrado a tener todas las cosas a punto porque Dolores, la persona que se ocupaba de todos los detalles en casa de sus padres, lo había mimado hasta el exceso. David era su preferido. María había substituido a Dolores en estas tareas, hasta que un antiguo amigo de juventud le hizo ver rincones escondidos de su vida y se fue con él. David había tenido que acostumbrarse y lo había hecho.
Aquella mañana dejó una camisa blanca planchada en el respaldo de la silla de su habitación, preparada para cuando volviese de la farmacia. Escogió una corbata azul con unos ligeros toques de un amarillo descarado. Últimamente, se permitía algún detalle frívolo en su indumentaria, que conjugaba con una barba de cinco días perfectamente arreglada. Lo dejó todo previsto para poder llegar con puntualidad. Aquel año tenía una entrada especial con ribetes plateados que le distinguía como a uno de los homenajeados. A pesar de su tendencia genética al pesimismo, se sentía ligeramente ilusionado.
El atardecer no tiene nada de especial, es una tarde monótona de la Barcelona dibujada con ese gris plano que te adormece. Aparca el coche lejos del palacio donde se celebra la fiesta. Mientras pasea por las viejas calles, recuerda fugazmente que aún paga el abono para los conciertos de la temporada. María es una gran melómana. Habían disfrutado juntos de muchas noches mágicas en el Palau de la Música. Está seguro de que Mahler continúa emocionando a María, pero él ya no puede ver el brillo líquido de sus ojos mientras ella lo escucha.
Al entrar en el recibidor del que parten las escalinatas de mármol blanco que abrazan la entrada al foyer, David observa a Joan y Pilar el tiempo suficiente para comprobar que comparten alegremente un baile de palabras y besos educados con viejos conocidos. El grupo forma una especie de sardana farmacéutica en la que David se funde con discreción y se incorpora al ritmo de la amena conversación que dura hasta que los avisos de que el acto está a punto de empezar son suficientemente insistentes.
La claraboya multicolor que pende del techo como una gota de destilado de estrellas corona la platea. No es una estancia majestuosa, es mágica, como un pequeño cofre lleno de piedras preciosas. La ceremonia se desarrolla con la mezcla justa de profesionalidad y familiaridad que, con los años, los anfitriones han adquirido. El concierto de un viejo pianista con las raíces hincadas en el lejano Caribe es brillante y consigue aumentar el sentimiento de satisfacción colectiva tan necesario para que un grupo avance.
Un aperitivo tempestuoso, cercano al colapso, le impide cenar alguna cosa. Se siente orgulloso del sándwich de atún, huevo duro, espárragos, tomate de Montserrat y mayonesa emulsionada con precisión galénica, que ha tomado antes de salir de casa. El tentempié casero le permitirá acometer la noche sin demasiados problemas.
Lluís también ha venido, está acompañado de Clara, que va vestida con un vestido de topos grandes que la envuelve casi sin tocarla. Cuando pueda, intentará hablar con ella de la exposición de Morandi que visitó el verano pasado. David sufre por Clara porque cuando los farmacéuticos empiezan a hablar de sus cosas, sin darse cuenta un enjambre de ideas, quejas, anécdotas y recuerdos de la profesión invade toda la conversación.
Tiene casi decidido vender su farmacia a Pilar, los años detrás del mostrador le pesan y no se ve con fuerzas de continuar defendiendo un proyecto que se va difuminando con el paso de los años, le aterrorizan las palabras vacías y le tienta la posibilidad de vivir de una forma distinta.
– Cada vez lo hacen mejor los del Colegio –Pilar ha disfrutado con la fiesta– ¡David, hoy te tocaba estar en el escenario!, de aquí a dos años nos toca a nosotros. Comenta mientras empuja con brío la puerta de nuestro bar.
– Ha sido una fiesta simpática, ha tenido el mérito de reunir a cientos de farmacéuticos y… ¡No nos hemos quejado! Comenta David mientras sonríe y pide un gin-tonic en copa balón con mucho hielo.
– Tu ironía no afloja con los años –la voz de Joan se hace notar en el local–. ¡Deberíamos quejarnos más! Precisamente ayer estuve revisando la evolución de los márgenes durante los últimos sesenta años, y la situación a la que nos están llevando tiene un peligroso parecido con la de las tres décadas negras que van del 1953 al 1982. Somos hijos de farmacéuticos que sabían lo que era precariedad y nuestra obligación es intentar que nuestro estatus no se deteriore.
– Estoy de acuerdo en el objetivo, lo que no veo tan claro es la estrategia para conseguirlo. Seguramente, los que hemos creído que era posible un cambio profundo impulsado por grupos con capacidad de liderazgo nos equivocamos. Un sector como el nuestro necesita proyectos más transversales capaces de aglutinar distintas sensibilidades, pero continúo convencido de que el eje de cualquier estrategia debe estar centrado en el valor que el farmacéutico es capaz de aportar. Si el eje de nuestra estrategia es simplemente la distribución de medicamentos, somos débiles, mejor dicho, somos fuertes mientras los diques del sistema aguanten. ¡Yo no estoy hecho para estar poniendo constantemente sacos de arena para que aguanten!
Salvador, que está sentado junto a Clara, continúa tan elegante como cuando estudiábamos. Cuando acabó la carrera, se matriculó en un máster de dirección de empresas que le facilitó la entrada en una multinacional dedicada la cosmética. Duda entre implicarse en nuestro debate o en continuar alabando el vestido a Clara.
– El mayor peligro que tenéis los que estáis detrás del mostrador es pensar que el mundo se acaba en la cruz de vuestra farmacia.
– Claro! –confirma Joan–. Tenemos que aprender de otros sectores que han sido capaces de reconvertirse.
Las palabras de Salvador van dando vueltas en la cabeza de David. En el fondo, piensa que su decisión de vender puede ser un síntoma de desánimo. Está seguro de que su padre no lo haría.
– Nunca he sentido la cruz como una frontera, siempre he creído que era una señal para mis clientes. Los farmacéuticos tenemos algo de fareros. Eso espero.
La voz de David empieza con un tono contundente, que se va diluyendo en su mar de dudas en el que se siente perdido.
Mientras conduce de vuelta a Gibatella, David presiente la soledad de la casa que le espera. La misma que la de los fareros.
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