miércoles, 2 de enero de 2008

Patio interior


Clara había nacido en Barcelona, en el Eixample. De vez en cuando, mientras desayunaba en la mesa que tenía cerca de la ventana de la cocina, recordaba la pastelería de la esquina, donde compraba las ensaimadas para el desayuno de los domingos. El aroma que percibía al entrar en la desordenada tienda de dulces había quedado grabado en su memoria. En Gibatella no encontraba ensaimadas como aquellas. Aquella pastelería barcelonesa utilizaba saïm para elaborarlas y tenían la misma textura y el mismo gusto que las que comía durante los veranos vividos en Sóller. Seguramente, aquellas ensaimadas eran una de las cosas que añoraba más. Pero vivía donde quería vivir.

Siempre había querido sentir el olor dulce de un limonero al abrir la puerta de casa para ir a su estudio. Ahora, en el pequeño patio que tenía en la parte trasera de su casa tenía un limonero de hojas verdes y brillantes. Estaba muy bien regado y lo agradecía dando unos limones grandes que perfumaban perfectamente los gin tonics que Clara me preparaba con manos expertas cuando iba a visitarla.

No podía olerlo al salir a la calle porque su casa no tenía jardín, como soñaba cuando vivía en Barcelona; sin embargo, lo visitaba cada mañana. Era un ritual. Era como visitar a un amante para notar cada día sus caricias expertas. El patio era fresco, con geranios de un rosa intenso, un color sin matices, una mancha evidente, decidida, una pincelada que no engañaba. Aquel patio era un anuncio escondido de que Clara vivía allí.

El piso de los padres de Clara, el de su niñez, estaba situado en un paseo del centro de la ciudad. Unos plátanos gastados lo reseguían. Eran como una caricatura reseca de los chopos que refrescaban la riera de Gibatella. El piso era grande, con dos balcones que se abrían al paseo. Dos huecos por donde se colaba la luz y por donde transpiraba la vivienda. Nadie salía nunca por ellos.

Hace tres meses que murió la madre de Clara. Desde entonces, el piso está vacío, ni se escuchan ya los ecos de las sobremesas de las comidas de Navidad. Clara me ha pedido que le ayude a trasladar algunos muebles. Mientras revisamos las habitaciones huecas de vida, oímos a Lluís, que nos saluda al entrar.

Me alegro: después de algunas semanas sin verlo, podré hablar con Lluís. Es un gran conversador, enérgico cuando defiende sus ideas; si no estás acostumbrado a sus expresiones, incluso puede causar irritación. Trabaja en el área de business intelligence de una multinacional de la industria farmacéutica. La última vez que conversamos estaba renegociando los contratos con la distribución farmacéutica. Tenía el encargo de terminar con la sangría que las ventas intracomunitarias provocaban en la cuenta de resultados consolidada de la compañía.

No era muy optimista. En el fondo, estaba convencido de que el conflicto de intereses resquebrajaría el sistema establecido en el sector. Ambos nos sentíamos en equipos distintos en un conflicto en el que los bandos estaban establecidos de antemano; teníamos la sensación de que alguien había sacado las papeletas con nuestros nombres y había decidido nuestra ubicación.

Detrás de su abrupta forma de hablar, yo era capaz de detectar su esfuerzo para suavizar las expresiones. Con Lluís no puedo enfadarme.

La luz entra por los huecos de la fachada del edificio con un ángulo agudo que indica que pronto nos quedaremos en una penumbra que reforzará aún más la sensación de vacío. Los tres decidimos salir a pasear.

– ¿Has visto a Joan últimamente? Me han dicho que está proyectando una gran reforma y Pilar se está planteando comprar la farmacia Nurda. David Nurda está a punto de poner su farmacia en venta. ¡Siempre tan decididos! ¿Qué edad tienen sus dos hijos, el mayor ya está en la Facultad? Sabes que creo que la situación actual es más frágil que la de hace diez años. Yo no me atrevería a afrontar estas inversiones.
– Hace años que los agoreros insisten en este discurso...
– ¡Mis opiniones no son agoreras! Están basadas en la constatación de que el negocio interesa a agentes externos al sector y las tensiones entre la industria y la distribución pueden ser un buen terreno para que algunas barreras legislativas se levanten. Los lobbys trabajan intensamente en Bruselas.

Clara camina cerca de los plátanos mientras bajamos hacia la Barceloneta.

– La verdad es que hace algunos años que en las farmacias hay dificultades para tener algunos medicamentos y ¡de haberlos, haylos!, parece como si estuvieramos en tiempos de racionamiento ¡Es una situación esotérica!
– Sabes perfectamente que hay operadores que dirigen su actividad hacia otros mercados intracomunitarios con márgenes superiores, para nosotros es una merma de rentabilidad importante que se produce porque existen diferencias de precios substanciales. Es una práctica lícita –para los distribuidores, no para las farmacias– en un mercado único como el europeo, pero no podemos perder de vista que la función de las distribuidoras no es ésa. Si no llegamos a un acuerdo, el sistema sufrirá tensiones y «A río revuelto ganancia de pescadores».
– ¿Qué pescadores?
– Si la cadena de distribución actual nos perjudica, es normal que intentemos cambiarla... Hay gente interesada en variar el statu quo.
– Confío en la inteligencia de las partes; si la inteligencia falla, depositaré mi esperanza en el instinto de supervivencia.
– No queda mucho tiempo para rectificar.

Empiezan a caer unas gotas gordas. Los niños que juegan en los columpios del paseo cerca del Arco del Triunfo se ponen a cantar: «El patio de mi casa no es particular, cuando llueve se moja como los demás...»

El patio de Clara, se mojará como todos. Su limonero se regará, aunque no lo necesita porque Clara lo cuida con esmero. Es su patio y quiere tenerlo siempre florido y perfumado. Espero continuar aprendiendo de Clara, lo necesito, visto como está el patio.

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