martes, 26 de febrero de 2008

Epílogo 1


David era dos años mayor que nosotros. Cuando llegamos a la Facultad él ya conocía los rincones del viejo edificio. De vez en cuando se apuntaba a nuestras sesiones de estudio y casi siempre a nuestras fiestas semanales. Yo no había tejido con él una amistad como la que mantenía con Joan, pero David era un amigo.

Aunque la mayoría de las situaciones tienen su momento adecuado, cuando te anuncian que un amigo ha muerto, la primera sensación que tienes es que ese momento no existe. David Nurda murió hace dos días mientras jugaba un partido de baloncesto. De repente, nadie pudo hacer nada más que sorprenderse.

Desde que vendió su farmacia a Pilar, David ya no vivía en Gibatella, pero quería que lo enterraran en el cementerio mirando a la planicie donde morían los últimos montículos de la sierra litoral.

La iglesia está repleta de gente que quería a David, gente con la que había hecho negocios, gente con la que se había relacionado y algunos que han venido para que los otros vean que están.

En el primer banco de la parroquia de Sant Just, el patrón de Gibatella, está su hijo Oriol, que ha llegado de París. Hace dos años que trabaja allí, en una empresa dedicada a las tecnologías de la información. Está junto a María, acompañándose en su pena.

David nunca estuvo empeñado en que su hijo continuara la saga iniciada por David Nurda i Nogasc, el bisabuelo de Oriol, y su hijo estudió Ingeniería. Una de las razones que pesaron en la decisión de vender su farmacia a Pilar fue precisamente ésa. La historia de la farmacia Nurda se acabó con David.

Siempre que David escribía a Oriol le preguntaba por su trabajo, necesitaba saber si le gustaba, si le apasionaba. Había aprendido que la vida era como una amante que algún día te dejará por otro más joven, pero como ves con sus ojos y besas con sus besos, sin ella no tienes ni piel ni aire.

David no era un farmacéutico amable, pero le querían. Los días que andaba enfurruñado sus clientes lo notaban, más de uno se hizo cliente de Joan debido al carácter que David manifestaba cuando tenía uno de esos días. David era un buen farmacéutico que sabía lo que sus clientes necesitaban e, incluso, sabía cuando le engañaban. Con los años, David había conseguido, sin que hubiera sido su empeño, que sus clientes se fiaran de él.

Al finalizar el entierro, la plaza de Sant Just se llena de corros de gente, Joan y Pilar han venido con sus dos hijos. Mònica, la mayor, está realizando las prácticas tuteladas en la farmacia del Hospital Clínic de Barcelona, y Joan, el pequeño, está en segundo de bachillerato, se parece a su padre y ya tiene claro que estudiará farmacia.

Lluís ha llegado tarde porque la reunión en la que presentaba al director general de la compañía sus propuestas para cambiar el modelo de distribución de medicamentos se ha alargado una hora más de lo previsto. Clara también está. David le envió el catálogo de la exposición de Morandi, pero no tuvieron tiempo de comentarla. A David le gustaba ir al estudio de Clara y mirar despacio sus cuadros.

Se sentía próximo a los cuadros del pintor de Bolonia. En sus lienzos podía entender la esencia de lo que realmente era importante, esa verdad que él buscaba en su cotidianeidad. En la obra de Morandi veía reflejada la monotonía que a menudo le abrumaba y también la esencia de lo exquisitamente simple, el origen de los objetos.

Cuando me acerco a ellos, Oriol continúa cogiendo la mano de María. Es alto y fuerte, se parece a su padre, de él también ha heredado un aspecto descuidado que María no ha podido corregir. Me pregunto si se acordará de mí. Hace ya algunos años que no nos vemos. Le recuerdo estudiando cálculo, con la melena escondiendo su cabeza y con el bajo del Rock’n’Roll Animal de Lou Reed invadiendo contundentemente su habitación.

– Gracias por venir, Francesc.
Me dice cuando le estrecho la mano, mientras María atiende a todos los que se acercan a darle el pésame. Sí, se acuerda de mí.

– Mi padre siempre me comentaba vuestras discusiones sobre la farmacia, tengo alguna carta suya, que me envió mientras estaba realizando las prácticas en París, en la que me cuenta tus dudas, que eran las suyas. Te escuchaba y recordaba especialmente algunas veladas en Barcelona, después de alguna asamblea en el Colegio.

David no era una persona que manifestara abiertamente sus sentimientos y yo no era consciente de nuestra proximidad. Seguramente, si mis clases de sensibilidad con Clara hubieran empezado antes hubiera podido captarla. Me ha sorprendido que contara a su hijo nuestras conversaciones.

– Una vez me contó como te conoció en la Facultad y la sorpresa que le provocaba la sintonía que tenías con Joan, siendo tan distintos.

En el fondo no creo que Joan y yo seamos tan distintos, pero no le comento nada a Oriol. Pienso que no es el momento para abrumarlo con mis argumentos.

– Es curioso que nadie de la familia viva ya en Gibatella y nos encontremos en la plaza, parece que toda la vida de mi padre haya desembocado aquí, de golpe. Todo su mundo estaba aquí, aunque ni la farmacia sea ya la de casa.

Doy el pésame a María y me aproximo a Lluís y Clara, que están esperando el momento para poder acercarse al duelo.

– Esperaba poder comentar con David el catálogo de la exposición de Morandi. ¡Qué brusca que es la muerte, qué salvaje! Le gustaba acompañarme en mis paseos nocturnos y hablar de pintura; detrás del mostrador con su bata blanca desabrochada no parecía una persona tan delicada, era difícil captar su sensibilidad.

Los gorriones vuelan en un cielo azul de un brillo eléctrico inadecuado. Es como si el tiempo sólo se hubiera parado para nosotros. El mundo de David, el que Oriol cree que era el mundo de su padre, seguramente pertenece más a esos gorriones.

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