jueves, 9 de octubre de 2008

El orgullo


(Cerrado por vacaciones)
Desde la terraza observo la luz que se va adormeciendo y se retira con lentitud majestuosa por detrás de las montañas. Es una despedida sin ningún atisbo de discreción. Un desfile de colores rosas, amarillos y rojos anuncian la marcha del sol como los fuegos artificiales de una ceremonia de clausura. Siempre me ha parecido una paradoja la timidez con la que empieza a mostrarse cuando entra por la puerta oscura de la noche y la soberbia con la que se despide después de su diurno reinado. No acabo de entender esa obsesión por marcharse con ese derroche de lujo y de fanfarrias.

Durante la cena, en la que estamos disfrutando del espectacular colofón del día, Francesc nos cuenta la visita a su amigo Pedro Guerrero Izaguirre, un antiguo compañero de juventud con el que estudió la carrera de marino. Un personaje peculiar que ha decidido imitar al sol. Se ha hecho confeccionar un uniforme blanco con los galones dorados adornando los puños y los hombros para ponérselo –mejor dicho, para que se lo pongan– el día de su entierro.

Mi suegro nos cuenta, con una cara que conserva aún los rasgos de la sorpresa y de la incredulidad causados por el nostálgico reencuentro, los paseos por Girona del marino de secano, engalanado con su uniforme blanco. Sale a pasear cada dieciséis de julio, día de la Virgen del Carmen, y lo repite dos días después. El ritual ridículo y nostálgico es una especie de ensayo general, un ensayo de una obra que él nunca verá. A pesar de las miradas de extrañeza que le dedican los paseantes, no tiene ningún reparo en salir de esa guisa por una ciudad que no tiene mar y en la que hace años ni la Guardia Civil pasea uniformada por sus calles. Más que peculiar, Pedro Guerrero Izaguirre es un tipo raro.

Después de comentar entre risas y mejillones el cuento del marino presumido, salimos a saborear un buen café. El tul refrescante de la marinada nocturna nos envuelve en la terraza, desde la que ahora ya sólo podemos ver la luz intermitente del faro de Sarnilla –que cada cinco segundos nos envía un destello– y el perfil de la costa contorneada por multitud de lucecitas que anuncian que otros como nosotros están disfrutando de la noche. La oscuridad en la que nos ha sumergido el desfile solar sólo nos permite intuir que el mar azul y vigoroso continúa ahí, permanente, como si estuviese escondido esperando la vuelta del emperador del cielo. El mar no necesita grandes ceremonias para demostrar toda su elegancia, cuando los destellos del nuevo día aparezcan con timidez, él continuará en su sitio de siempre, eterno, nunca se despide. El mar está siempre.

Me voy a dormir pensando en el marino ridículo y en cómo, con los años, no se le ha pegado nada de toda la sabiduría que el mar atesora. Ese mar que debería haber sido su maestro. Estoy convencido de que lo intentó, como lo intentan siempre los buenos maestros, pero la impermeabilidad del alumno no lo hizo posible.

La ceremonia está oficiada por un predicador negro. Su cara se esconde detrás de unas grandes gafas oscuras de montura dorada. La sotana de satén fucsia está adornada con un peto de bisutería de vivos colores mezclada con lentejuelas doradas, que no desentonan con la montura de las gafas. Los gestos eléctricos del oficiante activan como un resorte los cánticos del coro que tiene situado detrás. Los componentes del grupo de voces negras levantan los brazos para incitar a los feligreses, que nos vamos sumiendo en un estado de euforia creciente, a que rindamos un homenaje festivo al protagonista inmóvil del festejo.

Estoy inmerso en una ceremonia absolutamente embriagada por las notas de góspel, en una especie de baile alrededor de un ataúd blanco en el que reposa, con rostro alegre, el amigo de mi suegro enfundado en un uniforme también blanco. El féretro es el tótem en el que todas las miradas confluyen. Los galones que adornan las mangas y hombros del difunto son de neón rojo y verde, se iluminan intermitentemente, como un faro, como una cruz de farmacia, transformando la sala en una especie de discoteca en la que los haces de luz multicolor surgen desde dentro del ataúd, como si se tratara de un cofre mágico en el que un genio estuviera dormido y una tribu de enfervorizados danzarines bailara a su alrededor para despertarlo.

De repente, cuando el ritmo acelerado, impuesto por el maestro de ceremonias, lleva a la congregación a un éxtasis colectivo, la figura del marino iluminado con neones se eleva desde su refugio como un muñeco de feria impulsado por un muelle en el interior de una caja de sorpresas y mira estupefacto el jolgorio en el que está inmerso.

No se imaginaba poder participar en la ceremonia de su propio funeral, pero aunque nunca lo hubiese imaginado, así era. Al darse cuenta de cómo estaba transcurriendo el evento, su rostro dibuja una mueca desencajada. No tenía previstos ni los cánticos ni los neones, esperaba una ceremonia más protocolaria, con elegías sobre su persona y llantos sentidos o al menos comprados. Esperaba una ceremonia con algo más de espíritu castrense.

Mientras «Pedro el Ceremonioso» pega un salto y sale corriendo despavorido, envuelto en luces de colores entre los cantantes del coro, que ni siquiera se dan cuenta de la huida del teórico protagonista de la fiesta, la limpia claridad del joven día que empieza a desperezarse, me devuelve a la realidad del mar con su vaivén de olas. Continúa indiferente a los sueños de todos los que, a su orilla, durante la noche, nos hemos sumergido en ellos.

Las calles estrechas de paredes blancas, que aún conservan la frescura de la noche, durante la que la brisa que me acompañó a la cama se ha transformado en tramuntaneta, están casi vacías. Desciendo por las calles escalonadas hacia la playa. Recojo el periódico en el quiosco que está más cerca de la arena del paseo y le pregunto a su paciente amante que no cesa de acariciarla:

¿Escondes algún tesoro en tus profundidades, cuál es el secreto oculto de tu elegancia, me enseñarás a partir sin estridencias? No podría soportar hacer el ridículo como Pedro.

No puedo adivinar si ha escuchado mi demanda, no hay respuesta, casi seguro que seguiré soñando, deberé asumir el riesgo de acabar haciendo el ridículo.

No hay comentarios: