lunes, 15 de septiembre de 2008

Paseo


Hace tres o cuatro años que ya no me sucedía, pero hasta hace poco pensaba que se trataba de una adicción insuperable. Cada dos o tres meses notaba la llamada del barrio del Raval, el universo en el que nací. Un útero antiguo al que un tenue cordón umbilical me mantiene unido.

Muchos de los que no han nacido allí tienen la sensación de que existe una frontera invisible que les aleja y los protege del barrio, pero no existe tal frontera, ellos mismos la han dibujado en su imaginación. El barrio en el que nací es un territorio misterioso, construido por paredes de olores y ventanas de luces tamizadas por la estrechez de las calles cubiertas de sábanas y toallas tendidas a un sol, que se esfuerza diariamente en perforar un laberinto de recovecos escondidos, con la intención de llegar al suelo empedrado siempre húmedo. En estas calles antiguas se cruzan frenéticamente las razas lejanas con los hijos de los hijos de los nacidos allí y los turistas que pasean mirando sin ver el alma de ese mundo.

Hace dos meses que lo dejé en algún sitio, pero hoy soy incapaz de encontrarlo. No encuentro El Libro Negro de Orhan Pamuk. Mañana nos vamos cinco días a Estambul y me gustaría acompañar a Galip –el periodista turco protagonista de esas densas páginas– en la búsqueda de su esposa Ruya, que lo ha abandonado en ese magma osmótico de diecisiete millones de personas, en ese enclave único bañado por el Mar de Mármara, herido por el Cuerno de Oro y partido por el Bósforo.

Una urbe que tiene su origen en la colonización griega, que fundó en la costa oriental del mar Egeo enclaves como Éfeso, Pérgamo y Mileto. Ciudades que en mi niñez asociaba a las Cariátides y al Partenón, pero que estaban más allá de Atenas. Vecinas de lo que ahora conocemos como Asia, más allá de nuestras fronteras, cercanas al misterioso oriente, misterioso, al menos, para mí. Estambul, la frontera. Una capital imperial rebautizada por Constantino en un alarde de egolatría romana. Una membrana porosa que separa civilizaciones, formas distintas de entender una realidad a la que todos intentamos acercamos sin llegar a tocarla nunca. Un caleidoscopio en el que se esconden los cristales de colores que dibujan lo que somos.

Me zambullo en el barrio desde la Ronda de Sant Pau. En el bar que está situado enfrente de Can Lluís, uno de los pocos restaurantes en los que aún se pueden comer en Barcelona riñones de cordero a la brasa, en la calle de la Cera, un grupo de hombres del Magreb discute acaloradamente, en un idioma con la peculiar musicalidad de las lenguas de nuestro sur. La verdad es que no sé si se trata de una discusión como la entendemos nosotros o de una animada conversación.

Mis vacaciones en Estambul se han clavado profundamente en mi memoria, mi memoria que ya es un poco de allí, mi Raval también es las calles de Tiyatro, Balipasa, Mithapasa, donde grupos de hombres sentados en las aceras beben café turco mientras ven un partido de fútbol en televisores colocados en el exterior de los cafés, hermanos, todos ellos, del que está en la calle de la Cera. Son calles que descienden abruptamente desde el Gran Bazar. Una vez cruzada la avenida Yeniçeriler ocupada por el tranvía, bajan repletas de retales de cuero y bolsas de desechos de la frenética actividad comercial, hacia el mercado del pescado, en el barrio de Kumkapi bañado por el Mar de Mármara, donde esperan pacientemente los petroleros que se dirigen al Mar Negro.

Continúo por la calle del Hospital hasta la rambla del Raval y me desvío por la calle San Rafael para rendir homenaje a Casa Leopoldo, un merecido homenaje a su «cap y pota amb cigrons», que invade mi boca de siglos de abuelas cuidando las cocinas de nuestras casas. Los azulejos de las paredes del comedor fabricados en las orillas del Mediterráneo son herederos de las exquisitas piezas de Iznik que recubren de azul y de rojo armenio las paredes de Rüstem Pasha Camii, una delicada mezquita con un solitario minarete, cerca del mercado Egipcio de las especias. Un secreto bien guardado, al que se sube por una vieja escalera de piedra que nace en un portal escondido detrás de un bar con aspecto de churrería, en un barrio denso en el que es imprescindible sortear a vendedores ambulantes de melones y sandías, colocados en los carros con el esmero y el cariño del que sabe apreciar el milagro de la vida de la tierra y del sol.

Doblo por Robadors, antiguo templo de las meretrices del Barrio Chino, hasta Sant Pau, que me conduce a la Rambla de les Flors. La calle universal de mi Barcelona del alma, de mi alma de niño, el alma de mi historia.

La gente que pasea desde la plaza Catalunya hasta Colón, esa figura que nos señala perennemente hacia otra frontera más allá de los infiernos que anunciaban las columnas de Finisterre, alimenta el caudal de esa riera mediterránea que fluye tranquila, pero que está nerviosa por dentro.

Istiklal Caddesi es un caudal amazónico de gente que comparte sin preocupación el paseo con un tranvía rojo, que recorre esta calle desmesurada desde la Torre Gálata hasta la Plaza Taksim, el símbolo de la nueva Turquía de Ataturk. La que aún impide a las estudiantes entrar con pañuelo en las Universidades, la que quiere entrar, al menos la que creemos que quiere entrar, en la Comunidad Europea.

He dejado atrás la Plaça de Sant Jaume, nuestra pequeña Taksim, y me dirijo por la Via Laietana, la memoria asfáltica de la operación de oxigenación del barrio de la Ribera, hacia la Plaza Urquinaona. Me voy acercando al Eixample y tengo la sensación de acercarme a Europa, paso delante de un café idéntico al que vi en Roma y en Londres y en New York, al lado venden alitas de pollo con el mismo sabor que las que comí hace dos veranos en Boston, las mismas que comí en otoño, en un paseo fuera de horario en París. Tengo la sensación de entrar en nuestro club privado y que McCreevy, el portero, me saluda con una mueca de satisfacción.

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