miércoles, 23 de abril de 2008

Los intocables


Los días soleados, cuando el viento hace ondear las sábanas tendidas y las enreda y desenreda como un gato que juega con un ovillo, me gusta mirar el baile de sombras en el suelo del patio y escuchar los sonidos que los trapos blancos lanzan al aire cuando los golpea sin piedad. En los momentos de pausa, cuando el aire se toma un respiro, antes de volver a ser viento, el aroma a limpio de la colada se esparce por el ambiente. Me gusta vestirme de ese perfume.

Esos momentos me sirven para ver las cosas con optimismo y limpiar, aunque sea temporalmente, recuerdos enquistados en las habitaciones oscuras de la memoria.

Cuando los días pasan machaconamente encapotados y los balcones de las estancias de la consciencia permanecen cerrados, una sensación de inmovilismo húmedo se apodera de todos los rincones. En esos días, es difícil desprenderme de la costra de pesimismo. Necesito abrir las ventanas para que el aire renovado se lleve los residuos de las horas ya vividas.

¡Son tan pocos los instantes que apuramos hasta el fondo!, que los retales del tiempo van dejando un poso con el que nos acabamos acostumbrando a convivir. Es recomendable, de vez en cuando, hacer limpieza. Limpieza a fondo.

Durante los veranos, en casa de mi abuela, dormíamos en el piso de arriba, en una habitación con un pequeño balcón desde el que podíamos ver las copas de seis pinos que daban sombra al jardín estampado de rosas agrupadas en parterres que mi abuelo vigilaba con esmero. Por la mañana, cuando mi abuela decidía que ya era hora de levantarse, entraba en nuestra habitación con una energía matinal desbordante. Lo primero que hacía era abrir el balcón y la luz derrotaba de una forma inapelable cualquier atisbo de penumbra.

Cuando era niño ya tenía la tendencia, que he mantenido con los años, de empezar el día con una cierta parsimonia. No acababa de acostumbrarme a esa vitalidad desbordante de mi abuela. Le daba un beso de buenos días, pero confieso que no se lo daba muy convencido. Mi mal humor duraba hasta que bajábamos a la cocina, donde nos esperaba el desayuno de pan tostado con aceite o con vino con una generosa capa de azúcar, y los domingos, chocolate suizo y melindros.

Mi abuela tenía claro que, para empezar el día, lo mejor era dejar entrar el sol y ventilar la habitación. Esa costumbre de mi abuela no está muy extendida en nuestras organizaciones corporativas, incluso en aquellas que están dirigidas por equipos que han sido capaces de impulsar proyectos innovadores. La tentación de mantener las ventanas del poder cerradas se va apoderando de los dirigentes, que llegan incluso a creer realmente que lo más conveniente para la profesión es la cerrazón. Por ese motivo, cada vez soy más partidario de limitar los mandatos, sencillamente para evitar esta tentación.

En organizaciones en las que la participación de los asociados en las asambleas y en las elecciones es muy escasa, la limitación de mandatos es una medida profiláctica imprescindible. No es conveniente que las renovaciones se produzcan sólo en momentos en los que las tensiones sean la espoleta necesaria para que se avive el debate y se incentive la reflexión del colectivo. Dejar paso a nuevas formas de dirección y a nuevas personas debe ser también una actitud conveniente para cualquier dirigente responsable.

Del mismo modo que los ambientes cerrados se van enrareciendo, las organizaciones cerradas van perdiendo la frescura de ideas y, lo que es más grave, van perdiendo la flexibilidad en el análisis, lo que comporta muchas veces actitudes basadas en falsas seguridades. El alejamiento de la realidad, la incapacidad de comprensión de las razones en las que se basan las opiniones distintas a las propias, la falta de transparencia en las argumentaciones en las que se fundamentan las decisiones tomadas son síntomas de una enfermedad llamada miedo, miedo al debate, miedo a la transparencia, en definitiva, miedo a los otros.

Nuestro ejercicio profesional en la oficina de farmacia está redefiniéndose permanentemente, pero como somos hijos de un periodo en el que las definiciones nos venían impuestas, ya sea por las normativas legales o por las normas corporativas, concedemos a los que nos representan una bula excesiva, les donamos la responsabilidad en la toma de decisiones en vez de arrendársela temporalmente. Los tiempos en que las normas nos protegían de la duda se han acabado. No podemos renunciar a la pregunta permanente y debemos exigir respuestas. Sería injusto reclamar el acierto como norma, pero no podemos permitir de ningún modo el silencio administrativo o la callada por respuesta. Estar en según que puestos debería ser aún mucho más incómodo de lo que ya es.

Me llegan rumores que evocan mi pasado en alguno de esos puestos y que me recuerdan el peso de la responsabilidad y que me recomiendan prudencia al valorar las decisiones que se toman. Sin embargo, debo decir que una vez abiertas las ventanas, la realidad se ve más clara e, incluso, la duda se afronta con más naturalidad y más democráticamente. Al menos, a mí me lo parece.
Hace años, un veterano colega alejado de mis posiciones ideológicas y con mucha experiencia en ocupar puestos de responsabilidad me dijo que los gobiernos de las profesiones no son lo mismo que los gobiernos de los países y que no era conveniente enzarzarse en luchas partidistas. Evidentemente, le discutí con firmeza, pero aunque no ha variado en casi nada nuestra discrepancia ideológica, reconozco que las profesiones deben estar representadas por directivas que mantengan una coherencia ideológica y que a la vez representen al sector con una clara voluntad de transversalidad. Se acercan tiempos en los que nos conviene tender las sábanas al sol.

miércoles, 9 de abril de 2008

Campos


Rojo tierra y azul, mucho azul. Un azul que no tiene límites. Me siento un poco perdido, habituado a los cielos recortados de mi pequeño país. Amarillo tierra y azul, más azul del que puedo contemplar. No intuyo ninguna frontera, el paisaje me sitúa en mi propia soledad. Es un paisaje severo.

Tierra de Campos, camino de Soria. Las aristas de luz hieren mis retinas adaptadas a la luz redonda de las olas. Un vacío que es capaz de abrumarte y al mismo tiempo empujarte a ser más grande, cuando estoy en ese paisaje me hago preguntas nuevas.

Tengo una sensación ilógicamente parecida a la que tuve al aterrizar en Canal Street en el corazón de Chinatown de Nueva York. ¿Qué resorte en mi memoria ha entrelazado la estepa española con la metrópolis americana? No tengo respuesta, pero en el misterio seguramente está el encanto.

Recorrí las quinientas millas que separan el barrio de Beacon Hill, cuna de los Kennedy, y donde, con un poco de suerte, te puedes cruzar con Uma Thurman, en un autobús de una compañía gestionada por chinos que vendía los billetes en una panadería a la que llegué por indicación de mi cuñada Elena que ya hacía años que vivía allí, en West Cedar St. Para un turista como yo, sin esta guía hubiera sido imposible encontrar esa exótica taquilla.

El barrio bostoniano –en el que su arquitectura georgiana te transmite el toque aristocrático británico que el imperio exportaba a sus colonias– contrasta con el desbordante bullicio del desenfrenado hormiguero neoyorquino.

Aquel viaje terminó abruptamente cuando nos avisaron, en un idioma absolutamente ininteligible, del final del trayecto, que hicimos en compañía de viajeros chinos que reían con los chistes de una película que yo no podía entender, mientras comían alegremente.

La llegada fue un sobresalto, nos descargaron en un laberinto de tiendas y de calles inundadas de personas que se movían con un ritmo distinto del que estoy acostumbrado; me sentí perdido, sólo. Tuve la sensación de estar totalmente perdido porque no encontraba las agarraderas que te proporciona tu geografía más cercana. Todo es más relativo, todo es más grande y yo más pequeño.

La enormidad de los campos castellanos y el remolino de la gente en un país lejano hacen plantearme lo pequeños que podemos ser y las realidades tan distintas en las que nos puede tocar vivir.

Saber de los otros, conocer otras realidades distintas a la que nos ha tocado en la lotería de la vida es un reto difícil de alcanzar. Pero es realmente imposible alcanzarlo sin una actitud abierta y sin la voluntad de mirar y escuchar.

Cada vez se me hace más cargante la gente que tiene la osadía de pontificar y que demuestra una pasmosa seguridad al asegurar que lo suyo es lo mejor. Esos que no dudan de nada.

Muchas dudas y muchas preguntas me aparecen estos días mientras leo y releo los estudios que van apareciendo para ilustrar el debate sobre los modelos de farmacia. En todos ellos, de una manera recurrente, se hace hincapié en la exhaustiva capilaridad de nuestro modelo y se resalta como uno de los rasgos más característicos del modelo implantado en nuestro país. Ése que algunos se entestan en llamar modelo mediterráneo de farmacia.

Camino de Soria, allí donde la redondez de las olas mediterráneas se ha transformado en dunas de espigas de trigo que se mueven al ritmo del viento seco, me encuentro con Javier, el boticario de un pueblo de la tierra de campos, un pueblo pequeño, uno de los tres mil ochocientos con menos de quinientos habitantes que salpican el mundo dentro de mis fronteras.

Siempre es reconfortante reencontrarme con Javier en su tierra y poder hablar de nuestras cosas, de nuestras cosas pequeñas que son las más grandes que tenemos. Sin embargo, no podemos evitar hablar de la situación del sector. Javier siempre pregunta, tiene la sensación de que los que vivimos en la ciudad, cerca de donde se cuecen las cosas –como acostumbra a decir– sabemos más. Le comento que a mí me pasa lo mismo respecto a lo que se cuece en Bruselas. Allí se cuece y en mi gran ciudad a lo sumo se huele el aroma del cocido.

Empiezo a desgranar los argumentos que me parecen más sólidos de toda la batería argumental desplegada y me refiero a la imposibilidad de que el mercado pueda configurar una red de farmacias capaz de llegar hasta dónde llega la nuestra.

Javier asiente, aunque un gesto sutil de su boca me indica que algo de lo que digo le incomoda. Siempre que he hablado de este tema con farmacéuticos me han respondido con un gesto de afirmación sin ningún matiz. ¿Qué resorte escondido he activado? Javier ejerce en ese pueblo desde hace cinco años. Instaló la farmacia porque no podía instalarla en un pueblo de la costa mediterránea, donde conoció a Julia, su mujer.

Volvemos a nuestras pequeñas cosas de cada día y mientras estamos en ello, le suena el teléfono. Una urgencia en su farmacia; parece ser que un cólico nefrítico tiene fastidiado al panadero y necesita con urgencia un antiespasmódico y un analgésico. La conversación con Julia continúa mientras tomamos el caldo caliente con el que pretendemos iniciar la cena y mandamos el plato de Javier a la cocina, para que se lo tome caliente cuando vuelva.

Escucho como un aprendiz lo que me cuenta Julia de su vida en esa tierra, en la que me gustaría dejar de ser un turista.

He hecho el firme propósito de no utilizar más el nombre de la pequeña farmacia rural en vano, nunca más voy a justificar ningún modelo utilizando su esfuerzo. La obligación del colectivo va más allá del homenaje. Es imprescindible encontrar mecanismos reales y factibles de promoción y de mejora profesional. Si me ponen en el brete de tener que escoger, no tengo dudas: antes el farmacéutico que el modelo.