viernes, 17 de abril de 2009

La geisha

Es una mezcla de vértigo y de deseo. La estepa vacía, el desierto sin límites siempre ha sido un paisaje que me ha seducido. Tiene algo que ver, no sé qué, con los rincones más escondidos de la piel de un amante. Un remolino que te engulle, que te arrastra hacia un fondo oscuro que no se ve. De vez en cuando intento rebuscar el motivo de esta pasión oculta, entre la hojarasca del bosque de la vida, pero es una pérdida de tiempo, si existe alguna razón, la vida es demasiado corta y el bosque es demasiado grande para meter la mano en esa alfombra húmeda de hojas que van pudriéndose lentamente. La vida es demasiado corta, demasiado misteriosa, demasiado húmeda y caliente para que un paseante perdido entre las sombras permanentes conozca sus secretos, para alguien que, a lo máximo que podrá aspirar, será a escuchar el ruido de sus pasos por ese mar de hojas rompiéndose y a sentir el olor dulzón de la vida al nacer de entre la muerte.

En la sequedad que se extiende entre Bujaraloz y Cadasnos, en ese páramo en el que, en verano, parece que la realidad tiemble entre la tierra y el aire, me siento una piedra, una piedra más del pedregal blanquecino que se pierde como un suspiro reseco por el horizonte difuso. Me gusta estar allí, sintiéndome una piedra, sin sentirme pequeño.

Una sensación de grandeza, tan extensa como esa nada que se pierde por la recta inacabable de la carretera blanda que huele a alquitrán recalentado, llena mi pecho.

Martín Almirante de Cervera es de familia de aventureros. Alguna vez que hemos coincidido en alguna reunión de antiguos nostálgicos de alguna cosa me ha asegurado que un antepasado suyo viajó a las Américas acompañando a Cabeza de Vaca por su periplo por la costa de Florida. Nunca he visto alguna documentación que soporte esta historia, pero su nombre es un indicio de la verosimilitud de la historia. Lo que puedo asegurar es que he visto el desierto del Sahara en los ojos de Martín. Le gusta dormir en las dunas después de admirar la nada de la arena quemada por el sol. Arena, sol y cielo. Sólo eso y él.

Envidio a Martín. Él ha estado en el desierto, en el desierto inmenso. Allí se ha sentido un grano de arena, pero su pecho se ha inflado del infinito, como yo en los Monegros, pero a lo bestia.

En algún momento de calma durante una de esas reuniones aburridas le describí a Martín esa sensación de grandeza que yo sentía en la estepa aragonesa. Esperaba que la conversación sirviera para que me contara sus sensaciones en el desierto. Esperaba descubrir en su relato algo de lo que se sentía en el escalón de más arriba, en el peldaño al que yo aún no he podido encaramarme. Martín es un buen conversador y su relato fue tan interesante como imaginaba, pero su respuesta me sorprendió. Para él lo importante no era lo que veía, lo realmente emocionante era que allí nadie le miraba, allí se notaba él y el vacío. Era él sin matices.

Se sentía sólo él, sin la prisión de la imagen de él mismo. El desierto era como un espejo sin reflejo, un mundo duro en el que la verdad no estaba enterrada por una capa de maquillaje compacto, una geisha sin su capa de polvo de plomo encima de la base de bintsuke-abura –una mezcla ancestral de la cera del Toxicodendrum succedaneum con pequeñas dosis de aceite de sésamo para hacerla más extensible y aromatizada con esencia de clavo–.

¿Estamos preparados para vivir de esta manera? Con el vértigo que nos produce este vacío. La crudeza de nuestra piel imperfecta sin maquillaje nos asusta y vamos fabricando un equilibrio de medias verdades que nos permite vivir sin tantas aristas, más cómodamente, más civilizadamente.

Hemos construido un mundo en el que la imagen que los otros tienen de nosotros es esencial para nosotros mismos, nos pasa a cada uno de nosotros y nos pasa también a los colectivos. Es difícil encontrar el equilibrio que nos permite ser nosotros mismos sin perjudicar la imagen que de nosotros tienen los otros. La respuesta está en el centro de una esfera, un espacio ínfimo en el que es difícil moverse sin caerse.

Detecto en el sector una preocupación desmesurada por la imagen que la sociedad tiene de los farmacéuticos. La profesión farmacéutica ha recorrido un largo camino de normalización durante las dos últimas décadas. Un recorrido desde un aislacionismo sectorial hacia la transparencia y la normalidad. Los farmacéuticos somos unos profesionales con problemas que nos afectan, con intereses sectoriales, con fricciones con otros profesionales, con todo lo que le sucede a cualquier profesional. Los farmacéuticos estamos normalizados.

No podemos caer en el engaño de estar más preocupados de nuestra imagen que de profundizar y reflexionar sobre lo que realmente somos. Es importante preocuparse de lo que decimos de nosotros, pero lo es mucho más hacerlo de lo que hacemos o incluso aún más de lo que queremos hacer.

La verdadera fuerza que los farmacéuticos tenemos es la fuerza de nuestra proximidad con el cliente/paciente y nuestra capacidad de escucharlo, de comprenderlo y de solucionarle problemas. Ninguna campaña de imagen nos aportará más que esa labor y pocos, muy pocos, pueden atreverse a debilitar nuestra imagen si conservamos estos valores.

Seguramente es importante que los expertos nos ayuden a resaltar todo lo bueno que tenemos, seguramente es importante que nos ayuden a disimular los defectos que también tenemos, pero lo que no es posible es que creamos que lo esencial es como nos maquillamos. La vida de las geishas es muy dura. Ellas envejecen como todos.

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