miércoles, 22 de abril de 2009

El jardín

Agradable. Parece que el césped está cortado a navaja. Una alfombra persa de lana verde brillante, en la que los arabescos están dibujados por parterres de begonias y petunias rosas, amarillas y rojo sangre. Ni una brizna de hierba fuera del sitio que le ha asignado el jardinero, el fiel jardinero que trabaja durante toda la semana. Trabaja con la delicadeza de un artesano, con la perfección de un relojero, su mundo está acotado por un tupido seto de ciprés recortado con escuadra y cartabón, una pared de tupido verde. Ordenado, esforzadamente ordenado, los paseos por el jardín transcurren por caminos trazados con cantos rodados, como cauces domesticados de riachuelos antiguos. Un jardín.

El jardinero fiel dibuja con marcial decisión la frontera de un mundo dentro del mundo, un mundo aparte, un oasis apacible, una burbuja esférica en un bosque de aristas, de ramas secas y de malas hierbas indisciplinadas que crecen entre el tomillo y el romero. Un bosque desordenado en el que las hormigas y las babosas encuentran los caminos no marcados. Un caos en el que la vida cada día habla con la muerte.

Un corte preciso, una intervención quirúrgica sin asomo de temblor marca un territorio en el que incluso el perfume de las rosas mantiene el aire protegido de la mezcla de olores del moho, de la madera pudriéndose y del orín de los perros y de los gatos que luchan por marcar su territorio. El fiel jardinero trabaja con sistemática delicadeza para que nada de todo eso entre en nuestro jardín.

Apacible. Los colores y los olores no chocan, se acarician sin ruido. Un corsé civilizado a cada sentido en su sitio. A la vista y al olfato. Incluso los pájaros parece que pidan permiso para posarse en los árboles podados por el jardinero fiel. A veces pienso que, por las noches, cuando no está cortando, podando, regando, el fiel jardinero tiene una pequeña academia de adiestramiento para pájaros, en la que les imparte clases particulares para adecuar sus modales a la normas de su jardín, para que sus trinos sean armónicos, para que sus cantos no rompan la paz de los sentidos. Una tarea encomiable, aunque de vez en cuando asoma un atisbo de duda sobre el trato que reciben los alumnos díscolos. Sólo pienso en ello de vez en cuando.

Una frontera impermeable, levantada con la tenacidad de un vigilante de prisión, separa el jardín del zumbido de las abejas que roban alegremente el corazón de las flores salvajes. Nuestro jardín no tiene miel, pero, al atardecer, cuando acaba de rastrillar, el fiel jardinero penetra en el corazón del bosque, en busca de la miel que atesora los corazones de las flores mezclados con los rayos de sol. Una miel que servirá para preparar unas tostadas que me podré desayunar mientras contemplo el jardín.

Suena el timbre. No espero a nadie, cuando suena el timbre y no se espera a nadie se produce una leve aceleración del ritmo cardiaco, un síntoma somático de que debemos estar preparados para aumentar la atención. Un síntoma de que alguien merodea cerca de nuestro jardín.

Su presencia ocupa una buena parte del umbral de la puerta, no es pequeño ni un gigante, los ojos le brillan detrás de unas gafas que se percibe que le acompañan desde hace años, ya son parte de su fisonomía, marcada por un potente bigote. Una leve curvatura de su espalda acerca su cara a su interlocutor, una postura que sugiere que el visitante está más dispuesto a escuchar que a decir, es como una leve inclinación que da a su figura la sensación de que se trata de una persona curiosa y educada.

Aunque la presencia del visitante es bastante tranquilizadora, el estado de alerta no disminuye.

– No necesitamos nada–. Digo educadamente, a modo de advertencia.
– No, no vengo a vender nada, estaba paseando por el bosque que rodea su magnífico jardín. Perdone, pero a través de una rendija en el seto (el fiel jardinero también falla de vez en cuando, sólo de vez en cuando) he visto que estaba desayunando solo y he pensado que a lo mejor le gustaría pasear por el bosque y poder conversar con usted precisamente de los que no tienen nada.
–Usted aparte de fisgar en el jardín de las casas ajenas, ¿a qué se dedica?
– Cuando empecé a viajar, hace ya algunos años, en Erding, un pueblo cerca de Munich, un farmacéutico bávaro me bautizó como Wanderprädiger, me explicó que la palabra significaba «predicador ambulante». Supongo que me definió de esta manera por la pasión que yo demostraba al ir desgranando las virtudes de los productos del catálogo de jardinería, por aquel entonces me dedicaba a la jardinería, era un buen vendedor de productos para tener los jardines a punto, aunque mi estancia en la Selva Negra empezaba a despertar mi curiosidad por los bosques.
»Me gustó el nombre Wanderprädiger. Ahora me dedico a predicar. Intento explicar que cerca de nosotros, de nuestro mundo, del primer mundo, justo detrás del seto, existe otro mundo, el cuarto mundo, el que ocupa el farolillo rojo en la clasificación de los mundos, un mundo en el que habitan los que no tienen hueco en ningún otro. Un mundo en la esquina, en el que el acceso a los medicamentos es difícil y que ni un sistema de protección social tan amplio como el nuestro cubre todas las necesidades. Desde ese momento voy explicando el proyecto de la Asociación Banco Farmacéutico. A eso me dedico.

Sin darme cuenta estoy caminando entre abejas, tomillo, hojas secas. Conversando con Alejandro, que me ha dado una tarjeta con la dirección de la Asociación Banco Farmacéutico. Cuando llegue a casa voy a mirarla. www.bancofarmaceutico.es.

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