miércoles, 3 de junio de 2009

La brújula


«Todos los caminos llevan a Roma». Me lo creí durante algunos años, pero no era cierto.
(No resisto la tentación de apuntar que este año, al menos el camino que siguió el Barça, efectivamente llevaba a Roma).

Salía de casa de mis abuelos con la ilusión de los exploradores. Me perdía por los caminos que viajaban a través de los campos de trigo. Cuando era un niño era más osado que ahora. Navegaba por mares dorados que se movían mecidos por la brisa y que inundaban el aire de un perfume que aún me viene a la memoria cuando el verano asoma por la esquina del deseo. La expectativa del verano me continúa asaltando cada año, justo cuando acaba marzo. Cuando empiezo a vislumbrar la luz de la primavera, cuando descarto la camiseta imperio bajo la camisa, cuando las mangas cortas me dejan ya más libre.

Durante esos años inocentes, recorría los caminos que partían de los campos que rodeaban la casa en la que pasaba los veranos, con la esperanza de encontrar la ciudad imperial al final del viaje. El destino esperado era la capital de un imperio imaginario. Un espejismo fabricado en las sesiones de tarde dobles, en el cine de la plaza. En las películas de romanos descubrí las brillantes armaduras de las legiones y los cascos con plumeros rojos de los centuriones cabalgando en caballos blancos.

Mi inocencia me impedía pensar que no era cierto que aquellos caminos me llevarían a esa ciudad en la que los leones se comían a los mártires cristianos en la arena del circo. Un estadio en el que el pueblo romano gritaba y jaleaba –como los culés en Stamford Bridge– a un maléfico Nerón. Un personaje odioso, que en las películas siempre salía regordete y con una lira.

Mis excursiones por los caminos entre los campos de algarrobos nunca me llevaron a la ciudad eterna, pero siempre pensaba que el motivo por el que no había llegado al obligado destino era que no había andado suficiente, siempre creía que Roma estaba más allá de la última montaña.

Cuando volvía de mis excursiones entraba en la cocina, con una cierta desilusión que me iba moldeando. Julia me había preparado un bocadillo para merendar. Mientras yo no llegaba, ella me esperaba y lo guardaba en un armario. Me regañaba porque siempre llegaba tarde, pero siempre tenía mi bocadillo esperando. Sabía que me tocaba escuchar su regañina, lo sabía y también lo esperaba, era como si esperase un abrazo, era la manera de saber que ella cuidaba de mí. Recuerdo la tarde que me preguntó por qué siempre llegaba tarde y yo le contesté que intentaba llegar a mi destino.

– ¿A dónde quieres llegar? –me dijo.
– A Roma, a dónde si no.
Julia se puso a reír.
– ¡No digas sandeces! A Roma no se llega por esos caminos. Por donde tu vas, llegarás al parque de Marianao y, si espabilas un poco, a la ermita de San Ramón.

No quería creer a Julia, pero en un rincón de mi pensamiento sabía que tenía razón. Julia nunca me contaba cuentos. Cuando ella me contaba su historia, para mí era como un cuento de aquellos que te gusta que te repitan. Disfrutaba escuchando sus palabras que, de una manera reiterada, me explicaban cómo, de niña, dejó Quintanarrubias para ir a Madrid a trabajar en un sanatorio, con las monjas, en los años de la guerra y cómo después aprendió a cocinar en la cocina afrancesada de una familia de la Bonanova, en Barcelona. Julia aprendió muy pronto que los caminos pueden llevarte a destinos distintos a Roma. Estaciones en las que, no siempre, querrías apearte.

A menudo me pregunto si no es más aconsejable la ilusión que la reflexión. Mis tardes de cine y mis excursiones hacia destinos imposibles son recuerdos que insisten en esa duda; hay algo, en los días de verano de mi niñez, que alimenta mi duda. Un niño que no quiere marcharse se esconde en mis contradicciones, le oigo gritar.

Con los años he aprendido que es importante saber acallar esos gritos cuando de lo que se trata es de elegir a los que deben escoger el camino por el que debe avanzar la profesión. No es indiferente el camino que se escoge porque no todos llevan al mismo destino.

Son días de renovaciones en la cúpula directiva del Consejo General de Colegios de Farmacéuticos de España. Las decisiones que allí se tomen, las direcciones sobre las que se fijen las estrategias, incluso la imagen que la nueva directiva ofrezca de la farmacia española, afectarán e influirán en el futuro del colectivo. Por eso es importante acallar esos gritos.

La inexistencia de una confrontación electoral ha impedido que los candidatos presenten su hoja de ruta; sin embargo, es de agradecer la determinación de los que dan un paso al frente, aunque este mérito no conlleve que no debamos exigirles que nos anuncien los caminos que quieren tomar y estar atentos a los primeros pasos que dan.

La organización corporativa farmacéutica necesita una adecuación urgente de sus estatutos y una adaptación inmediata de sus estructuras a la nueva organización política del Estado y a la organización del sistema sanitario español. No es de recibo que el Consejo General asuma con la tibieza con la que lo ha hecho hasta ahora la estructura descentralizada de la sanidad.

No es suficiente introducir discursos que destilan una cierta comprensión de los cambios, es preciso que el Consejo demuestre que es una verdadera locomotora de los cambios y los primeros pasos deben cristalizar en unos nuevos estatutos y en una estructura presupuestaria que contemple la nueva realidad.

Es cierto que la inmediatez de la multitud de temas que están encima de la mesa de la farmacia obligan al regate corto y que la habilidad es necesaria, pero no podemos perder de vista que de lo que se trata es de ganar la liga y para hacerlo se necesita escoger un buen esquema de juego.¡Con lo bien que me lo pasaba imaginando las legiones de armaduras resplandecientes desfilando por los campos de trigo y de algarrobos en esos veranos cerca del parque de Marianao! Me voy al videoclub a por una de romanos.

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