jueves, 18 de junio de 2009

Espigolant


En el ochenta y siete nació mi primer hijo. Los días que ya he gastado desde entonces son una losa que va hundiendo la luz de aquel día en el oscuro pozo de la memoria. Me pregunto si la ilusión misma murió y lo que continúa viviendo es el recuerdo de ella misma. ¿Continúo viviendo el recuerdo de la ilusión? Tanta ilusión concentrada en ese instante mágico se va diluyendo en un río que no cesa. Un instante crucial en el que se encontraron, la raíz que más nos une a la tierra con el aire que nos libera de su gravedad, la condena newtoniana que nos amarra al polvo, el recuerdo impertinente de nuestro destino.

La vida fluye por el cauce del tiempo, con un ritmo que sólo controla él. A veces tumultuoso, a veces cansino. Viajamos sin conocer las razones del caprichoso río; de golpe nos encontramos descendiendo velozmente por los rápidos de una corriente descontrolada y, sin apenas darnos cuenta, toda esa vorágine parece que se calme y nos encontramos fluyendo por meandros de lento placer. Súbitamente, parece que el río no tenga ninguna prisa por llegar al delta. Parece que se rebela y que no quiere ceder todo el aluvión a un mar que le espera con una paciencia eterna.

A veces me veo mirando mi vida desde una platea vacía. Mi vida proyectada en una pantalla efímera que me atrapa en la noria constante de las manecillas de mi reloj. De mi vida.

Otras veces me escucho la sangre calentando mis venas. Borbotones de gritos, miradas calladas que gritan en silencio, besos que me aferran a labios vecinos. Mi vida abrazando mi piel. Mi vida vivida.

La vida es un juego que nos transporta constantemente de la platea a la pantalla, un juego en el que está prohibido escapar de la pantalla para volver a la butaca que hemos dejado vacía. Los recuerdos son un rastro que se mira, pero que no se toca. Sin embargo, existe un flujo mágico, un túnel escondido, una cola luminosa de lucecitas de colores que nos lleva a poder revivir lo vivido. Un vaivén que dibuja una vida más esférica, menos plana.

Me esfuerzo por reconocer algunas imágenes que aparecen en la pantalla cuando viajo hasta el ochenta y siete, el año en el que empecé a ser padre.

En el ochenta y siete ya era farmacéutico. No tengo claro –las sombras que oscurecen los recuerdos me lo impiden– cuales fueron las razones por las que ya era farmacéutico en el ochenta y siete. Recuerdo mis años en la Facultad de Farmacia de la Universidad de Barcelona, pero no recuerdo ni el primer día de clase, ni tampoco recuerdo mi último día, ese teórico día en el que aprobé la última asignatura.

Fueron unos años tranquilos, examen a examen, juerga a juerga; en esos días el río fluyó sin pausa, sin demasiada prisa. No tengo ni ganas ni tiempo para averiguar si podía haber fluido por otros cauces y mis recuerdos ahora serían otros. Una vida ya te interroga tantas veces para estar preguntándote sobre las vidas que no han sido.

Es curioso, hace unos días, en uno de esos viajes río arriba, encontré un trocito de profesión escrita en la Circular del Col·legi de Farmacèutics de Barcelona. Era en mayo del ochenta y siete. Espigolant se titula la sección que nació en esos días. No recuerdo nada especial, me acogió con los brazos abiertos, pero sin muchos aspavientos. Era una sección nueva con la voluntad de recoger novedades publicadas en revistas científicas que trataban de nuevos medicamentos, de tratamientos y de los resultados de los mismos.

Durante veintiún años, Espigolant no ha dejado de acompañarme todos estos días. En la farmacia, en las guardias –cuando las hacía–, en el despacho de casa, algún domingo por la tarde después del partido. Una sección que, sin estridencias, ha sido una voz tenue que ha ido recordándome, sin gritar, que yo era farmacéutico y que el medicamento necesita un profesional que se preocupe de descubrirlo, de prepararlo, de vigilarlo, de ayudar a utilizarlo bien y también a evitarlo.

Espigolant ha ido posándose sin prisa en mi historia profesional. Una historia como muchas, una historia anónima para casi todo el mundo. Una historia que pocos van a leer. Una historia con una geografía concreta, el barrio de la Sagrada Familia, junto al monumento más representativo del papanatismo más recalcitrante. Una historia de farmacéutico de barrio.

En muchas ocasiones la historia del farmacéutico de barrio puede parecer un paisaje de horizontes demasiado cercanos, limitada. Cuando este sentimiento me ha atenazado, poder tener a mano y leer Espigolant me ha servido de bálsamo. Ha sido como un golpecito cariñoso en el hombro, ese ánimo que te ayuda a dar el próximo paso, justo el paso necesario para continuar el viaje. Ahora que tengo la oportunidad de poder decirlo en un medio que permitirá que algunos compañeros puedan leer mis palabras, lo digo, gracias. También estoy satisfecho de poder decir a colegas que no han tenido la oportunidad de leer esta sección, que durante estos años la persona que ha estado detrás de Espigolant es Núria Casamitjana, una compañera que es la autora de este trocito de profesión. Una de esas pequeñas cosas que van dibujando poco a poco el presente, el día a día, la vida.

Con los años he ido aprendiendo que estar en la farmacia, cerca de las personas que van entrando repetidamente, esas personas que tan pesadas parecen los días en que las nubes grises encapotan el ánimo, es una parte esencial de la profesión que escogí o que me encontré. (Aún no estoy preparado para escribir sobre la verdad, si es que existe, de mi decisión, si es que lo fue, de ser farmacéutico. Seguramente no escribiré nunca sobre ello).

1 comentario:

JM. Puigjaner dijo...

Comparto contigo mi admiración por Núria, que, como tu dices con tu brillante prosa, 'es la autora de este trocito de profesión'.
Discrepo, no obstante en una de tus afirmaciones de la primera parte; no está prohibido escapar de la pantalla; en algún momento has de saber volver a la butaca para atisbar lo que sucede cuando has abandonado la pantalla; ayuda a sacar conclusiones.