martes, 24 de noviembre de 2009

La baraja


Cinco tipos con el nudo de la corbata flojo y el último botón de la camisa desabrochado. Cinco tipos que parecen flotar en la penumbra que esconde los límites de un viejo local cerrado al público. Cinco tipos iluminados por una lámpara baja colgada de un techo que no se ve; es una lámpara fea, pero lo único que realmente importa es que la luz amarillenta que emite la bombilla ilumine la mesa cubierta por un tapete de fieltro verde.

La atmósfera que envuelve a las partidas clandestinas de póker me atrae como me atrae el vacío al atravesar un puente colgante. Es una atracción parecida al vértigo, esa sensación que te atenaza, pero al mismo tiempo te empuja.

Creo que empecé a interesarme por las partidas de póker viendo películas del oeste –siempre me ha gustado la expresión «película del oeste» para referirme a las películas ambientadas en la América del Norte del siglo XIX. Es una expresión que me vincula a la generación a la que pertenezco, la de los que disfrutábamos viéndolas en los primeros televisores en blanco y negro, y los sábados, en las sesiones dobles de los cines del barrio; y si teníamos suerte, en los cineramas del centro–. Eran unas películas que yo veía en el televisor Vanguard que teníamos en el comedor de casa.

Recuerdo que el aparato de televisión estaba en una esquina cerca del balcón del comedor, aunque mi madre, a la que le gustaba cambiar de vez en cuando la distribución de los muebles, la colocó en distintas ubicaciones. Estuviera donde estuviera, me gustaba mirar las películas del oeste en ese aparato. Era una caja recubierta de melamina que imitaba la madera, que tenía en el lado derecho una serie de botones blancos y marrones que debían hundirse, presionándolos con un cierto esfuerzo, para ponerla en marcha o para cambiar de canal; aunque el UHF no acababa de verse correctamente y ese botón no lo apretábamos muy a menudo. Recuerdo el ruido que hacían esos botones al ser apretados, no como ahora que los botones ya no hacen ruido, ni para poner en marcha el televisor, ni para cambiar de canal (ahora todos se ven bien); ese ruido le daba al aparato una cierta solidez de máquina mecánica, no como ahora que el canal cambia sólo al acercar el dedo, ahora todo es más mágico, más liviano, más etéreo.

Me quedaba extasiado mirando los planos que iban escrutando lentamente los gestos casi imperceptibles de los jugadores sentados alrededor de una mesa en un rincón de una cantina blanca, negra y gris. Casi siempre, después de las caras de los jugadores, esas secuencias iban mostrando las distintas combinaciones de naipes que tenían los jugadores en sus manos. Sobre todo disfrutaba cuando, poco a poco, el jugador iba deslizando las cartas, una sobre otra, para ver la esquina de la última carta escondida por la que estaba encima. Con una esquina era suficiente. Era un niño que ya empezaba a sentir la emoción de un «estreaptease», pero yo aún no lo sabía.

Otra de las cosas que me gustaba de esas películas del oeste era que siempre sabías quien era el bueno y quien el malo. Viéndolas te sentías seguro. El malo, que generalmente lucía una cicatriz en la mejilla, era el que hacía trampas en la partida, aunque era siempre también el que acusaba al bueno de hacerlas.

Los segundos en los que las miradas de los jugadores se cruzaban en un duelo silencioso –que súbitamente se rompía por el ruido de las sillas al caer hacia atrás arrastradas por el gesto brusco de los jugadores al levantarse para poder desenfundar sus revólveres y disparar las balas que siempre acababan en el estómago del malo que, en otro plano que admiraba casi sin respirar, caía de una forma barroca, como una columna salomónica que se desenroscara lentamente– eran como un éxtasis duradero, tenían toda la tensión que se acumula cuando se enfrenta cara a cara lo bueno con lo malo. Después de ver la película me gustaba mucho jugar a vaqueros y ser el malo para poder caer lentamente mientras contorsionaba el cuerpo y forzaba una mueca grotesca como lo hacía el malo en las películas; no entiendo por qué no premiaban más a menudo a esos actores que hacían de malo y que se morían tan bien, con lo difícil que debe ser morirse bien.

El mundo aquel, en blanco y negro, en el que yo vivía mientras miraba aquellas películas, era mucho más fácil de entender que los dichosos colores del mundo en el que me había tocado vivir. El mundo de los mayores era un mundo de colores, pero yo casi nunca acertaba con el matiz apropiado.

No era un niño al que le gustara mucho imaginar historias mientras jugaba con mis amigos y mis hermanos, porque yo no quería vivir en otro mundo, lo que realmente me hubiera gustado era entender bien el mundo en el que empezaba a vivir, pero era difícil. Por eso me gustaban tanto las películas del oeste, en ellas todo estaba muy claro.

Durante algunos años, cuando ya no veía películas del oeste, si acaso algún western crepuscular en los que ya morían los buenos, incluso pensé que al hacerme mayor encontraría fácilmente la frontera entre lo bueno y lo malo, pero pronto comprendí que las fronteras eran líquidas como olas en el mar, era muy difícil dibujarlas en el mapa de la vida.

Navegar entre las olas que marcan las fronteras es un trabajo ingrato, pero necesario. Las profesiones tienen la obligación de no cejar en el empeño de encontrar los límites. Ésta es la función esencial de los colegios profesionales y a ella no deben renunciar, aunque muy a menudo sea vista como una intromisión en la libertad individual, no podemos olvidar que estas instituciones tienen la responsabilidad de garantizar delante de la sociedad el buen hacer de sus colegiados, sin necesidad de resolver la partida como en las películas del oeste –a tiros, por muy bien que se muera el malo–. j

P.D.: Dedicado a mi amigo Xavier. Con él que nunca ví ninguna película del oeste, pero continúa intentando descifrar lo que está bien y lo que está mal.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Francesc: Enhorabuene por tu artículo "La baraja". Especialmente el símil que haces entre el streaptease y el póquer. Un abrazo. Pedro.

francesc pla dijo...

Poder agradecer una enhorabuena a un Pedro que me ha leído, pero del que no se reconocer ni su voz que no oigo ni su rostro que no veo y decir que me ha llegado el abrazo que me manda, es una muestra de que esto de escribir tiene sus ventajas.
Me alegro de que hayas disfrutado con el artículo.Bon Nadal.