lunes, 9 de noviembre de 2009

Daucus carota


Los sábados por la mañana, casi todos los sábados, venía a comprar sus diez cajas de papilla de zanahorias. Casi siempre venía con su hijo Miquel. Miquel era un niño de un aspecto que hubiese pasado desapercibido si no fuera por el color de su piel. No era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni feo ni guapo, un niño normal que no parecía tímido, pero tampoco de los que lo desordenan todo en un momento. Era un niño que no tenía ninguna característica especial, de esas que te hacen fijar la vista en ellas. Sólo el color de su piel, que era de un color naranja intenso, lo hacía un niño distinto de los otros. El pediatra le había recetado papilla de zanahorias porque sufría unas diarreas de origen desconocido. Un día dejó de venir y no he sabido nunca nada más de él.

Si Miquel hubiese sido un niño obeso, cosa harto difícil con la dieta que le había recetado el pediatra, los compañeros de clase posiblemente le hubiesen apodado «butanito». Con los años la maldad y la imaginación infantil se van perdiendo; a mí, y ahora, no se me ocurre otro mote, pero probablemente sus compañeros le asignaron otro con el que debió convivir y sufrir al menos los años que duró su dolencia o hasta que sus padres decidieron cambiar de pediatra. La mente retorcida de sus queridos compañeros de clase probablemente había imaginado un apodo mucho más dañino que mi inocente «butanito», pero yo, que ya me he hecho mayor, voy perdiendo esa malvada habilidad que tienen los niños; una habilidad que va desvaneciéndose como otras muchas cosas.

Las papillas que se llevaba la madre de Miquel tenían un nombre que me parecía gracioso, un nombre de esos que quieren explicar de una manera fácil las propiedades del producto. «Zanasec» se llamaban. En aquella época, yo debía ser uno de los farmacéuticos que compraba más papilla secante a base de zanahorias. Cuando entraba la madre de Miquel ya tenía las papillas preparadas en bolsas de plástico, y cuando salía cargada, tenía una cierta sensación de angustia, angustia por Miquel. Me lo imaginaba delante de la papilla de zanahorias, con su madre insistiendo en que debía comérsela y él negándose a hacerlo, Seguro que llevaba en silencio el peso de la mofa y de las burlas de sus amiguetes de clase.

No creo que Miquel –espero que ya tenga el color normal y se haya normalizado su intestino– mueva ningún músculo para seguir una zanahoria. Me imagino que debe tener una cierta aversión a esta raíz dulzona de la umbelífera que vino de Asia. Tampoco creo que le sirva de mucho como acicate para continuar su camino; como sirve a los burros que, por lo que me dicen –aunque yo no lo he visto nunca– con un palo y una zanahoria les convences para que te lleven hasta donde quieras. Es una manera como otra de ir avanzando y avanzar es la manera de progresar, para los burros, al menos.

El burro es un animal por el que siento cariño. Parece un animal de buen carácter; bonachón sería un adjetivo adecuado. Debe de ser porque no se queja nunca, le lleven por el camino que le lleven, siempre va hacia delante con ese balanceo cansino de la cabeza que da la sensación de que, además de sufrir, va diciéndote que sí. Es un animal agradecido. Debe de tener sus malos momentos, pero cuando éstos llegan, es el momento –por lo que me dicen– de ponerle la zanahoria delante de su hocico y el balanceo cansino aparece de nuevo.

Cuando empezaba a preguntarme alguna cosa de la vida, yo debía tener entonces unos catorce años, recuerdo que pensaba, y no era presunción por mi parte, que los niños y niñas que jugaban felices y despreocupados eran burros. En aquellos días yo deseaba ser burro, porque los burros eran los más felices. Recuerdo perfectamente esa angustia agobiante por no encontrar respuestas a mis preguntas y la envidia que tenía de los que –yo creía– no se las hacían.

No sé si es por la angustia que sentía por Miquel o por el recuerdo de la angustia mezclada con la envidia que sentía a los catorce años, lo cierto es que las zanahorias no me gustan nada. Ni tampoco me gusta cuando me dicen que los farmacéuticos tenemos que callar, que lo nuestro es ir tirando, como los burros con la zanahoria delante.

Vivimos un momento en el que se están reformulando los papeles de las profesiones sanitarias. No es un debate cómodo para nadie, sobre todo no lo es para los que temen perder algún nivel en el escalafón. Para los farmacéuticos –que corremos el riesgo de ver solamente la zanahoria de la conservación del statu quo– es un debate en el que fácilmente podemos caer en la tentación de no querer participar.

¡Con lo bien que se está en el rincón oscuro de la habitación, allí no te ve nadie y nadie te pregunta, ni te exige!

Tener responsabilidades profesionales en el proceso terapéutico es la razón de ser de una profesión como la nuestra y en una sociedad como la nuestra. Algunos nos la quieren discutir –algunos profesionales sanitarios y algunos profesionales de la política– y a algunos de los nuestros, que han sucumbido a los encantos de la zanahoria, ya les está bien no asumir responsabilidades nuevas, pero debemos decir no, a unos y a otros.

¿No somos unos profesionales sanitarios capacitados para valorar la madurez de una posible consumidora adolescente de la píldora anticonceptiva de emergencia, y sí lo son los médicos? ¡Apaga y vámonos!

No me preocupa demasiado que la ministra de Sanidad haya cuestionado la capacidad de los farmacéuticos, pero sí que me preocupa, y mucho, que algunos farmacéuticos no vean que ahora es importante asumir estas responsabilidades. Debe de ser que están demasiado pendientes de la zanahoria. Son felices. ¡Qué envidia!

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