miércoles, 10 de marzo de 2010

El príncipe


La habitación del hotel es similar a la mayoría de habitaciones de hotel en las que he dormido. Una habitación de unos diez metros cuadrados con una buena cama justo en el centro. Después de unos cuantos intentos pulsando los diversos interruptores esparcidos por las paredes, logro encontrar la combinación adecuada para que la iluminación se ajuste a mis necesidades –siempre he echado en falta una hoja con las instrucciones sobre la utilización de los interruptores colgada detrás de la puerta junto a las que se cuelgan habitualmente en las que te indican cómo escapar en caso de incendio–; con la habitación iluminada por una luz tenue que surge de detrás de la cabecera de madera rojiza, me estiro encima de la cama sin retirar el cubrecama de listas rojas y azules. No soy una persona que le guste analizar a los otros, pero mientras repaso tranquilamente las últimas horas que he vivido, no logro evitar la tentación de pensar en Joe, de pensar en la conversación que hemos tenido mientras disfrutábamos del aroma de maderas ahumadas mezcladas con turba. Tengo la sensación de que Joe es una persona que siempre está inquieta por lo que va a encontrar al doblar la próxima esquina, pero también estoy seguro de que ahora lo que más le preocupa es el camino para llegar hasta ella. El traspaso de mis pensamientos a mis sueños se produce sin darme cuenta, no soy consciente de cómo he llegado a empuñar la lanza con la que voy ensartando ingleses, aunque la batalla es sangrienta yo me desenvuelvo con habilidad. Parece que hubiera nacido en esas tierras y que sienta la llamada de mis ancestros vikingos. Tengo suerte de despertarme con la luz de detrás de la cama mezclándose con la luz gris del amanecer, justo en el instante en el que una espada inglesa va a cercenarme el cuello de un tajo. Después de una ducha caliente en un baño que es un ejemplo de tecnología dirigida al confort, y de un desayuno en el que no faltan los huevos revueltos que se mantienen calientes en una bandeja de acero cubierta por una cúpula brillante que se abre con una asa recubierta de un material plástico negro, me dirijo hacia la plaza donde me espera Joe para iniciar un recorrido por las Highlands.

La primera etapa del viaje tiene como meta el círculo megalítico de Callanish. La piedras mágicas de la isla de Lewis, situada en el extremo septentrional de las Hébridas exteriores, a donde llegamos al atardecer tras recorrer en Land Rover carreteras estrechas por los parajes montañosos del norte y de una corta travesía en barco hasta el puerto de Stornoway.

La excursión ha sido magnífica y ha servido también para establecer una buena conexión entre los dos. Joe es un tipo con las raíces profundamente enterradas en estas tierras del norte, pero sus pensamientos siempre van más allá de lo que él ve detrás del horizonte gris del mar del Norte. Sentados al atardecer en el centro del círculo de piedras podemos comprender la esencia del pasado y tenemos la sensación de que nada ha cambiado en cuatro mil años.

Nuestro viaje continúa desde Ullapool, a través de las Highlands del oeste –después de pasar unas horas en el pueblo de Arinagour en la Isla de Mull–, hasta Oban, donde pasaremos la noche antes de llegar a nuestro destino final, que son las islas de Islay y Jura.

Las conversaciones con Joe son un vaivén constante entre lo que siempre ha sido y lo que puede ser, entre las piedras milenarias y las tecnologías de la comunicación, entre la seguridad del suelo y la incertidumbre del vuelo y van transcurriendo tranquilamente mientras nos acercamos a los Paps of Jura, los pezones que dominan el sur de la isla. En ese paisaje me doy cuenta que detrás de este descendiente de los Pictos de cabellos rojizos se esconde un espíritu ilustrado. El mismo espíritu que debía iluminar a un intelectual italiano del Renacimiento, su curiosidad y sus ganas de aprender y sus ganas de opinar de todo y sobre todo, son las mismas que han movido la historia de la civilización occidental.

Nos despedimos en el aeropuerto de Edimburgo y me voy hacia el sur con el convencimiento de tener un colega con el que podré compartir mis inquietudes y al que podré acudir cuando me aparezcan las dudas. Es un regalo tener a alguien al que le puedes preguntar cuando no sabes el camino y del que puedes esperar un consejo de quien también las ha tenido.

El viaje ha sido plácido y fructífero. Barcelona está luminosa, es uno de esos días en los que el viento limpia el aire y el sol deja ver con claridad los contrastes de los colores. El taxi me acerca a casa sin sufrir ninguna retención.

Abro la maleta después de colocarla encima de la cama de mi habitación –aquí no me hace falta ninguna hoja de instrucciones– y descubro con sorpresa un paquete envuelto en un papel azul y blanco, Por su forma y su peso deduzco que es un libro. Efectivamente, se trata de un ejemplar usado del libro de Nicolás Machiavelli titulado El príncipe.

Me siento en el borde de la cama y lo ojeo. Está lleno de notas y de párrafos subrayados. Joe lo ha acariciado muchas veces y seguro que ha pasado muchas tardes frías leyéndolo, estudiándolo. Me llama la atención un punto de libro que señala una página en la que hay un párrafo remarcado y una nota en la que puedo leer:
«No hay nada tan peligroso e incierto como introducir reformas. Porque el innovador tendrá como enemigos a todos los que se beneficiaban de la situación previa y como tibios defensores a quienes puedan beneficiarse de la nueva. Esta tibieza nace en parte del temor a sus oponentes, que tienen las leyes a su favor, y en parte de la incredulidad de los hombres, que no creen fácilmente en las cosas nuevas hasta que han tenido de ellas una larga experiencia. Y así ocurre que, tan pronto tienen oportunidad de atacar, quienes son hostiles a reforma lo hacen con pasión, mientras que los otros la defienden con frialdad, lo que pone en peligro al príncipe.»

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