viernes, 26 de marzo de 2010

«Helianthus annuus»


Ya no llegan cartas como antes. ¿Antes de qué? ¿Cuándo es antes? Antes de mi presente, cuando mi pasado de ahora era mi presente de ayer. Antes es la despensa de mis recuerdos, allí donde puedo saciar mi nostalgia. La nostalgia es como una invitación a un banquete en el que el menú puedes escogerlo tú mismo. Es el remedio para saciar el mordisco que el paso del tiempo te marca con arrugas en la cara.

Recuerdo cuando llegaban cartas. Las cartas llegaban envueltas en un sobre decorado por uno o por varios sellos que eran el primer indicio visual de su origen. Cuando encontrabas una carta en el buzón vivías unos momentos de intriga en los que el misterio revoloteaba en la boca del estómago, era una pequeña emoción que te alegraba la llegada a casa después de un día monótono. Además de ese misterio que envolvía su llegada, podías recortar los sellos pegados y colocar los recortes de sobre en un plato sopero lleno de agua para que se desprendieran de él. En una primera fase, con delicadeza, los ibas dejando escurrir en la orilla, para acabarlos de secar entre papeles de periódico situados debajo de unas cuantas guías telefónicas apiladas. Después podías atraparlos con pinzas para ordenarlos en clasificadores, del mismo modo que se van colocando los recuerdos en los recovecos de la memoria.

No llegan cartas como las de antes, pero los buzones están llenos de papeles. Papeles sin personalidad. Los sobres de las cartas ya no tienen ninguna característica especial. Cuando los tienes en las manos, justo antes de abrirlos, no ves nada que los distinga de los miles que alguien ha enviado. Son como un discurso grabado por alguien a quien no le importa quien le escucha, ya no tienen el encanto y el riesgo de una conversación, donde cada gesto es un indicio del papel en el que vuelan las palabras impulsadas por el viento de lo que piensas.

Cada día, un montón –muchas cartas nunca serán un montón; sería como decir que muchas conversaciones son ruido– de folletos en los que nos anuncian todo lo que nos va a hacer la vida más fácil: cuentas bancarias de colores distintos, pólizas de seguros para evitar el riesgo incluso de lo que no somos conscientes que nos amenaza, ofertas de compañías telefónicas que ofrecen tarifas especiales para llamar a los que no son amigos tuyos, pero que lo serán cuando les llames porque se sienten solos, seguros sanitarios en los que está cubierto incluso el último ramo de flores –ese que puede marchitarse contigo en un cementerio cuidado como un jardín, por el que ya no podrás pasear– y que también (porque la muerte también puede ser más fácil y bonita según esos folletos) se anuncia en un folleto parecido al de una agencia de viajes, en el que se resalta una frase en letras del tamaño 26 «El mejor destino para tu último viaje», me espera en el buzón.

Ya no siento la emoción que sentía antes de llegar al rincón, cerca de la puerta de entrada de la portería, donde están colgados los buzones de los diferentes vecinos y de los que ahora afloran los papeles como queriendo escapar de su hacinamiento carcelario; a menudo, cuando se acaba uno de esos días en los que las horas pesan más de lo habitual, vacío el buzón con desgana y el montón de papeles de colores y de sobres anodinos que envuelven más papeles de colores va directamente a la papelera habilitada a tal efecto, situada justo antes de la entrada del ascensor. Algunos días, pocos, en los que aún mantengo la esperanza de encontrar alguna carta especial, recojo el manojo de papeles, y en el lento trayecto ascendente dentro del viejo ascensor de madera, voy descartando, uno a uno, los folletos publicitarios y los sobres que no hago ni el esfuerzo de abrir. Muy de vez en cuando, la vistosidad de la primera imagen, o la tipografía, o el diseño, o la originalidad de una frase, captan mi interés y leo con más atención uno de esos panfletos publicitarios.

La fotografía de las semillas de Helianthus annuus es un reclamo suficiente para que continúe leyendo la publicidad de un nuevo servicio de una entidad bancaria. Se trata de una oferta de un nuevo sistema de avisos SMS con el que se puede estar informado en todo momento de los movimientos de tarjetas de crédito, de las transferencias realizadas y de muchas más cosas. Tan sólo una oferta más de las que llegan cada día.

Nunca me ha gustado comer pipas, ni el aceite de sus semillas; en cambio, cada vez que puedo paseo por el campo de girasoles que alguien cultiva en el terreno adosado al cementerio de Castelló d’Empuries, me gusta el contraste del amarillo de las flores heliotrópicas con el verde vertical de los cipreses. No es el recuerdo de esos paseos lo que ahora me ha acabado de atrapar. Es la frase escrita encima de las semillas lo que me ha sorprendido. La frase está escrita con letras «Arial Narrow» en dos colores distintos; las siete primeras palabras en un gris plomo y las tres últimas –las que resaltan más– en el color corporativo de la entidad bancaria.

La frase es: «Hoy en día un euro no da (hasta aquí en gris) ni para pipas (rojo granatoso)»

No sé lo que cuesta ahora una bolsa de pipas, de esas que sirven para dejar hechas un asco las gradas de los pabellones deportivos, pero puedo asegurar que algunos de los medicamentos que se dispensan actualmente en España se pueden comprar con menos de un euro.
Tengo mis dudas sobre si debo escribir a la dirección de correo electrónico que indica el folleto para exponer la situación. No sé si considerarán conveniente la posibilidad de cambiar la campaña publicitaria. Considero que la entidad anunciante es un banco serio y no creo que quiera emitir publicidad engañosa, pero, a la vez, no estoy seguro de hacerlo, por si ya están al corriente de la situación y realmente creen que un medicamento debe tener un precio inferior al de una bolsa de pipas. Cuando logre superar mi perplejidad decidiré.

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