miércoles, 14 de abril de 2010

Quejíos


Lo peor de los días malos es que duren; tener esa sensación de ahogo que sufres cuando, al levantarte por la mañana, sabes que la situación es la misma que dejaste, agotado, al ir a dormir.


Hace ya quince días que no para de llover y una piedra blanda y oscura amenaza con caer encima de nuestras cabezas. Es una lluvia fría que no limpia las calles, ni tampoco te limpia por dentro. Las aceras tienen un brillo oscuro que parece aceitoso, es un agua que no purifica, un agua maldita. Vivo en una tragedia que se representa en el escenario adecuado. Seguramente es mejor un día así, que no uno de esos en los que la tristeza te oscurece por dentro mientras un sol radiante ilumina el paisaje. En esos días, que para mí son equivocados, me siento desamparado, como un náufrago olvidado. Un comediante trágico actuando en un teatro de marionetas en el que la platea espera con ansia y bullicio que el héroe azote al demonio para reír con la victoria del bien sobre el mal.


De vez en cuando, desde hace algunos años, pienso en mi entierro –ni los pensamientos son inmunes al paso de los años, aunque etéreos, también sienten la cercanía de su fin, del mismo modo que las venas, los huesos y la carne la van notando. Cuando era joven nunca pensaba en mi entierro–. Cuando esos pensamientos me vienen, siempre me lo imagino en un día plomizo, un día ahogado en una de esas lluvias sin música; no me gusta pensar que los que vendrán y se sentarán alrededor del ataúd, y que deberán compartir un poco de la tristeza de los que me quieren, estarán reunidos en la ceremonia fúnebre en uno de esos días de verano en los que las playas están repletas de niños corriendo por la arena dura, donde se mueren las olas. No es que me preocupe demasiado por ellos, pero no puedo evitar quejarme de lo poco que le importará al mundo que me muera.


Es cierto que mi queja sirve de muy poco, ni la mía ni la de nadie, ya que el número de entierros que se celebran los días grises es el mismo que los que se celebran los días radiantes. El azar es el que marcará cómo va a ser el día de mi adiós a este mundo. Lo dicho. Sin mí, el mundo va a continuar con el ritmo que le toque, indiferente a mi ausencia. No sé si vale la pena quejarse.


Todos conocemos al típico llorón que siempre está quejándose de todo, el quejica de turno que nos toca soportar con estoicismo y educación aunque sea realmente un pesado, una pesadez provocada por la desmesura y por la estrechez de miras del que se siente con el derecho de quejarse por todo porque para él no existe nada más allá de su propio ombligo. Es importante la ponderación en la queja para no acabar siendo un pesado llorón.


La ponderación, esa virtud que se parece a un tentetieso obsesionado con el equilibrio, es escasa, pero necesaria. Además, en tiempos de crisis, cuando muchos están sufriendo sus consecuencias, la ponderación de la queja debe estar unida a otra virtud, la prudencia, que vende poco –en estos días en los que el amarillo brilla resplandeciente en los medios de comunicación–, pero que es una inestimable ayuda para no pegarse un sonoro mamporro, o para evitar que te lo peguen los demás.


Parece que los días de lluvia y de nieve traicionera se han ido, pero con la primavera los recortes y las estrecheces presupuestarias van ensombreciendo el cielo de la economía de la farmacia española. El cuerpo me pide lanzar un sonoro quejido, el lamento del que debe trabajar más para ganar lo mismo o menos, pero la prudencia y la ponderación me dicen que son tiempos malos para todos los sectores y que, el nuestro, que es un sector anticíclico no es de los que sufren más. También me pide el cuerpo quejarme del deterioro de la rentabilidad del sector, que desde hace ya una década va descendiendo por una pendiente que no parece tener final, pero otra vez la prudencia y la ponderación me advierten de lo peligroso que puede ser poner en cuestión la viabilidad de un modelo por el que tantos esfuerzos hemos dedicado en su defensa.¿Es lo más ponderado y prudente callarse?


Me pregunto si lo nuestro, lo de los farmacéuticos, es callar. Un intento ingenuo de que se fijen menos en nosotros y que con el tiempo la tempestad amaine, pero algo me dice que es un buen momento para lanzar una queja sonora, aunque prudente y ponderada.


Me quejo ponderada y prudentemente del cinismo de la clase política, que es capaz de anunciar unos recortes previstos en el Consejo Interterritorial de Salud que parece que no vayan con la farmacia, pero que, una vez más, la afectan de una forma importante.


Me quejo ponderada y prudentemente de que, en este país, parece que el único sector de la cadena del medicamento capaz de generar empleo sea la industria farmacéutica, cuando las oficinas de farmacia son generadoras de 150.000 puestos de trabajo que también necesitan protegerse.


Me quejo ponderada y prudentemente de que la decisión de focalizar los recortes de precio en los medicamentos genéricos castiga injustamente a las farmacias de las comunidades autónomas que más han incentivado su dispensación y que más han controlado el crecimiento del gasto en medicamentos.


Pienso que soy suficientemente prudente y ponderado y que nadie va a poder echarme en cara que mi postura no sea solidaria y que mi queja no sea otra cosa que un exabrupto corporativista, aunque en el fondo mi indignación es tan grande y mi queja sale de tan adentro, que no me importa demasiado.

¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyy!

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