jueves, 23 de junio de 2011

Nuestros viejos

Nunca me han gustado los viejos, me incomoda la falta de hipocresía de sus arrugas. Son luces indicadoras de alarma. Son anuncios permanentes de los efectos nocivos del tiempo. Son tan reales que impiden cualquier posibilidad de olvidar el futuro. Cada vez me gusto menos, la vejez que cada vez siento más cerca y que veo instalada en los viejos es como el cilicio del tiempo. Hacerse viejo es como llevar un reloj en el que las manecillas se te clavan en los ojos. Una tortura de la que no puedes, ni quieres librarte.

Me acerco inexorablemente a un pantano oscuro del que no voy a salir y en él me va a costar ver el sol, un pantano en el que reinan las sombras de los recuerdos. El agua me parece más fría, los perfiles más difusos, las palabras más esquivas, las distancias más largas, las noches más cortas, la piel y los besos más secos. El tiempo me va carcomiendo poco a poco como la humedad salada de Barcelona se come las piedras de Santa María del Mar. El bullicio de los ruidosos visitantes del barrio del Born ilumina las calles antiguas, pero no puede silenciar el repicar pesado de los días húmedos cargados de salitre. La catedral gótica también envejece, mucho más lentamente que yo; posiblemente porque está más cerca de la eternidad que yo, pero no lo suficiente para evitar la lenta decadencia de las piedras. Algunos grandes hombres, santos o no, descansan entre sus piedras –¿es un vano intento de lograr la eternidad?–, pero lo cierto es que sus huesos van desmoronándose lentamente y su polvo se difumina entre el humo de las velas que tizna poco a poco las altas bóvedas góticas. Todo envejece con un ritmo propio, pero sin pausa.

He perdido muchas mañanas de clase entre las callejuelas del barrio de la Ribera, paseando por los rincones perfumados por el orín de gato y con las sábanas tendidas –a modo de parasol– cubriendo la pequeña porción de cielo en la que buscan el sol y el aire para purificarse del rastro de las noches. Perdía esas mañanas y no sufría por ese tiempo pasado durante el que yo no tenía otro objetivo que disfrutar de su paso, no me daba cuenta aún del rastro que va dejando cada segundo, no me importaba. Vivir sin tener presente el futuro es un placer reservado a los jóvenes. Ahora ya sé que no es cierto que no exista el futuro, ahora me doy cuenta que lo que hay entre el presente y el futuro, eso que no tiene nombre, ese viaje sin calendario, existe. Es un demonio escondido que aparece en nuestros sueños cuando envejecemos. El futuro está allí, y el demonio siempre nos acaba indicando el camino para encontrarlo.

¿Voy a aprender a ser viejo? Aún me lo pregunto a veces, aunque sé que es una pregunta sin sentido. No existe manual para saber envejecer. Te hacen viejo las incesantes punzadas del tiempo, sin remedio, sin ningún asidero en el que sujetarte, te vas deslizando en un tobogán más empinado a medida que vas cayendo, cada vez más rápido.

¿Encontraré algún consuelo? No existe ningún consuelo en ese camino en el que vivimos. Sólo podemos ahorrarnos la desesperación si no estamos solos, porque el consuelo está en la compañía de los otros.

No me gustan los viejos porque me da miedo envejecer y me veo reflejado en sus cuerpos, pero soy farmacéutico y cada día estoy cerca de ellos, son mis principales pacientes, los que necesitan más a menudo de mis conocimientos y de mi compañía. Sus ojos secos, sus úlceras, sus venas frágiles, sus corazones cansados, su frágil memoria, sus huesos doloridos son como lanzas que me hieren cada día, no puedo evitarlos. Sin embargo, también es cierto que su agradecimiento es sincero y me lo trasladan en sus palabras y en sus gestos, les gusta que esté cerca de ellos, en el barrio. Un agradecimiento que a menudo me encoje. ¡Puedo darles tan poco! No voy a conseguir ralentizar ni su reloj ni tampoco el mío, lo único que puedo hacer es hacer bien mi trabajo y escuchar lo que me cuentan, no tener demasiada prisa con ellos es lo que me piden. Perder un poco de mi tiempo, de ése que ahora ya no es el tiempo gratis de mis juveniles mañanas perdidas, es esa compañía la que les aleja un poco del pozo de la desesperanza.

He ido preparando el artículo poco a poco para poder hablar de la prestación farmacéutica a los pacientes crónicos polimedicados, esos que estratégicamente debemos esforzarnos en mantener, esos que deberían ser una de nuestras prioridades, nuestros viejos. ¿Quiénes serán nuestros clientes si las farmacias dejamos de ser referentes en su atención sanitaria?

Podría escribir sobre las proyecciones alcistas de este segmento del mercado que lo hacen muy atractivo y del peligro que puede suponer que otros actores tomen protagonismo en este mercado, pero no lo voy a hacer. No lo voy a hacer porque estoy hablando de algo más cercano, más real; algo de mi piel y de mi cuerpo. Los viejos son nuestros viejos y aunque sea por el egoísmo de saber que cada vez su vejez será más la nuestra no podemos olvidarlos. Me conviene que los viejos me gusten cada día más, que sea más paciente con ellos, que encuentre el tono de voz adecuado para su dureza de oído, tengo que darme prisa aunque sólo sea para aprender a envejecer.

Buenos días. ¡Cuántos días sin verte! Suerte que tienes un personal maravilloso. ¿Ya no te gusta estar tras el mostrador, ahora que sales en la tele y escribes en los periódicos?

–Hola María, no me critiques tanto, ahora tengo mucho trajín y estoy menos en la farmacia, pero Pep y Silvia os cuidan mucho, lo sé.

–Ahora te dedicas a cosas importantes, pero a mi me gustaba más antes.

–En eso estaba pensando cuando has entrado, en las cosas importantes.

3 comentarios:

ndreu dijo...

Soc vell. Estic polimedicat. Cada dia m'gradeu més els joves que teniu algo que dir.
Andreu

Anónimo dijo...

M'ha encantat :)

Anónimo dijo...

Quin luxe si els teus vells et tenen com a farmacèutic proper i sensible. Els vells són el nostre patrimoni i la nostra referència. Gràcies pel post, inmillorable