lunes, 11 de julio de 2011

Policleto

Tengo la sensación de no tener casi nada que contar. Soy una piedra. Una sensación parecida a la que deben de tener, si se acercan a mí, los que esperan que les cuente algo, hoy soy más pétreo. Me siento como una escultura de esas que los antiguos artesanos acadios y jonios importaron desde Egipto a la Grecia hierática de los primeros tiempos. Nos las trajeron, a nuestra cuna, desde el país misterioso de las pirámides de Gizeh y las gigantescas esculturas del valle de los muertos donde aprendieron a encontrar el orden oculto dentro de las piedras. Quieto, callado, con la aspiración del orden eterno como único objetivo. ¿Desapareció esa civilización que aspiraba a dominar la muerte porque no pudo acabar dominando la confusión y la incertidumbre en la que estamos inmersos desde que nos expulsaron del paraíso?

¿Es soberbia sentirse así? ¿O la soberbia es pensar que es soberbia lo que sencillamente es vacío; un vacío como el del desierto africano, ese que te empapa por todas partes y te acaba enmudeciendo? ¿Es respeto y admiración por esa nada majestuosa que nadie debería osar violar? ¿O es realmente miedo a que allí, en el desierto, las palabras fácilmente pueden ser sólo ruido, ruido y nada más?

Aún no he podido averiguar la razón última por la que tengo días en los que no tengo nada que decir y en los que, si pudiera, no movería ningún músculo, en esos días solo me esfuerzo en mantener la sonrisa hierática del Kurós del Asclepeion de Paros, nada más. En esos días no me apetece escribir, ni pasear, ni leer, ni hablar, solo ver y oír. Ser un espectador de la vida y verla pasar, sin el ansia que comporta vivirla

Esos días no están ni en mi memoria, son paréntesis vacíos, silencios en un discurso, a veces caótico, que en esos días suena como un eco débil que me hace sonreír como al joven griego de piedra. Frío, sin la quemazón del sufrimiento, del dolor y del amor.

Ya en mis recuerdos más antiguos encuentro esa admiración por las figuras arcaicas, ¿Ya estaba entonces, escondida en mi alma, mi querencia por mi silencio, ya germinaba entonces, el miedo a no encontrar respuesta en el ruido que me envolvía y que aún hoy continúa rodeándome, más allá de mi figura hierática?

De esos días me quedan recuerdos que se confunden con los sueños más profundos, recuerdo el respeto, la envidia, el placer que sentí la soleada mañana que descubrí las pinturas románicas visitando la Vall de Boí. Los colores planos y brillantes de la imagen del Pantocrátor de Sant Climent Taüll dentro de la mandorla, con esos ojos grandes, inmóviles, mirando severamente a los míos, me hipnotizaron. Delante de esa imagen envuelta en un majestuoso manto azul con la mano derecha levantada con dos dedos apuntando hacia el cielo, me sentí petrificado, de una forma similar a la sensación de aislamiento que hoy siento. Concentrado exclusivamente en oír y ver pasar la vida.

Van pasando los días y no tengo respuesta clara a las preguntas que me he ido haciendo todos estos años. No he encontrado la sabiduría que se precisa para saber responderlas, pero tampoco he sido capaz de evitarlas. Debo esmerarme en encontrarlas antes de que la sonrisa también se vaya. Por ahora tengo que conformarme con saber que los paréntesis siempre acaban cerrándose y el silencio acaba rompiéndose por la música de las campanas.

Algo de todo eso sucedió en Grecia hace dos mil quinientos años. Un escultor griego de la escuela de Argos que conocía los secretos del bronce, un maestro contemporáneo de Fidias y Mirón se propuso romper la rigidez de los cuerpos de piedra arcaicos. El Kanon de Policleto marcó las pautas de la belleza de los cuerpos atléticos y los dotó de movimiento, ya no eran cuerpos aislados y fríos. Su Diadúmeno poniéndose la diadema del triunfo y su Doríforo en el que se manifiesta el contrapposto esplendorosamente, mediante la oposición armónica de las distintas partes del cuerpo, lo que le proporciona movimiento rompiendo la arcaica frontalidad, son esculturas que además de estar en su mundo, se relacionan con el mundo de los demás.

Puede parecer que Policleto quería romper algo con su búsqueda de la armonía escondida en las proporciones, pero no fue así; esos bellos cuerpos de atletas de mármol que nos hablan, conservan en su interior la fuerza de la sonrisa del Kurós. La esencia de la Grecia antigua, ese orden desenterrado de las arenas del desierto está en el corazón de las obras de Policleto. Policleto quiso que se relacionaran con el mundo para que fueran capaces de comprenderlo.

Intento aprender de Policleto. Su escultura nos enseña que no nos conviene vivir aislados del mundo, pero que la esencia, nuestro ADN, debe mantenerse. Policleto logró ese equilibrio y esa es la razón por la que la obra de un griego de Argos aún me emociona. En esa línea estrecha entre los principios y la adaptabilidad al entorno, entre el core business y el oportunismo de la oferta –pido disculpas por introducir esos términos tan de nuestros días en un artículo tan clásico, pero no quiero dar la sensación de antiguo con tanta Grecia clásica– está el secreto de los que perduran.

¡Ya esta! Me voy al Twitter, para estar conectado con lo que sucede en el mundo, voy a seguir los tweets sobre lo que está sucediendo en el #2CBs que se celebra en Madrid, me voy a apuntar a un seminario de comercio en la web y a un máster en gestión moderna de la farmacia y a todo lo que me parezca actual, intentaré estar conectado con las últimas tendencias, voy a estar atento a lo que se cuece en este mundo global, lo tengo claro.


(Creo que todo eso se va a quedar en palabras sencillamente útiles para este artículo)

Seguramente mucho más claro que saber mantener vivo el alma de la profesión, ese núcleo duro, eso que se esconde en las esculturas sonrientes de la Grecia arcaica, eso que transmite la mirada del Pantocrátor de Sant Climent de Taüll.

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