miércoles, 20 de julio de 2011

Conversaciones con Matías Peñafiel Puertollano


Siempre escribo en un ordenador portátil HP. Ya es un modelo un poco antiguo, pero no necesito más, en realidad me sobra y ya le tengo tomada la medida. Le he cogido un cierto cariño. El sonido tenue, muy tenue, al apretar las teclas es un sonido familiar e incluso los fallos del espaciador me gustan. Son esos pequeños defectos que me hacen sentir cómodo, como en casa. En casa, en mi rincón, mirando la calle, sin prisas, sin zapatos, me gusta escribir cómodo. Sólo me incomoda el rectángulo blanco dibujado en la pantalla de quince pulgadas.

Matías Peñafiel Puertollano pasea su perro cada mañana, entre las ocho menos cuarto y las ocho, a la hora que el camión de la basura está estacionado en la esquina vaciando el contenedor de cristal y el de plástico, aparece puntualmente, mientras estoy escribiendo frente a la ventana. Primero aparece su perro schnauzer gigante. Negro, con el pelo grueso. Luego, después de tres metros de correa azul y roja, aparece Matías.

Tiene un andar distraído. Confía tanto en su perro que no se le ve preocupado por nada. Su perro grande le abre el camino, cada mañana, se deja llevar por su compañero, que le guía con seguridad por su particular senda que recorre el barrio. En invierno viste un abrigo verde, zapatos de cordones con suela de goma y pantalones de franela gris perla, de esos que se ajustan a los tobillos. A partir del mes de mayo, pasea vestido con una camiseta de algodón holgada que disimula su tripa, unas bermudas que según el día son azul marino o verde oscuro y unas sandalias de esas que se utilizan para trekking.

Nunca le he visto andar acompañado por alguien que no sea su perro, por lo que me imagino que debe de vivir solo, aunque no puedo asegurarlo. No sé donde vive. Sólo sé que toma el café en el bar situado unos metros después de la esquina, mientras su perro le espera en el exterior.

Sé como se llama porque un día de esos en los que aprovechaba su paseo para tirar la bolsa de papel para reciclar y yo también me dirigía al contenedor azul, pude leer su nombre completo en un pedazo de sobre de una entidad bancaria que cayó fuera del orificio del contenedor. El pedazo de papel no pudo superar la barrera de lamas de plástico negras que obligan a presionar con una cierta decisión el papel destinado al reciclaje, cayó al suelo sin que Matías se diera cuenta y no resistí la tentación de leer y memorizar el nombre que había en la etiqueta adhesiva y así poder adjudicar nombre al personaje. Leí su nombre y apellidos y después introduje su pedazo de papel indiscreto en el contenedor junto con mi paquete de papeles de periódico, cartas comerciales, folletos publicitarios, catálogos de subastas, correos electrónicos impresos.

Hoy, a la hora del paseo de Matías, yo también me dirijo hacia la esquina acarreando tres bolsas de residuos. Primero me deshago de la de residuos orgánicos, después la de plástico y finalmente la de papeles.

– Sr. Pla, le ha caído una carta. No es bueno dejar su nombre y dirección en el suelo.

Con sorpresa y un cierto sobresalto, me giro hacia el foco del que surge una voz gruesa. No conozco la voz masculina que me interpela. Allí, detrás de mí, está Matías con su enorme perro negro, esperando su turno para deshacerse de sus papeles. ¿Habrá tenido tiempo de leer mi nombre en el papel rebelde?

– ¿Nos conocemos?

Aunque sepa su nombre y él el mío, no tengo por costumbre empezar conversaciones con desconocidos, de esta manera. Siempre he creído que las situaciones tan rocambolescas como la que estoy viviendo sólo suceden en las películas, pero ahora yo soy protagonista de una escena que podría ser perfectamente el fruto de la imaginación de un hábil director que pretende contar una historia y que necesita atrapar al espectador.

– He leído algunos artículos suyos en el periódico, le he escuchado en la radio y le sigo, de vez en cuando, en ese blog en el que cuelga los artículos en la revista El Farmacéutico. No sabía que vivía en el barrio.

– ¿Es usted farmacéutico?

– No soy de su gremio. Estudié medicina y desde hace veinte años me dedico a la consultoría especializada en temas sanitarios. Necesito estar informado de lo que sucede y de lo que se cuece en todo el sector.

– Encantado de conocerle señor Peñafiel.

– ¿Me conoce porque ha leído alguno de mis estudios sobre el sector sanitario?

Un fogonazo de sorpresa se asoma en la expresión de su cara. Su pregunta demuestra que es una persona educada e inteligente, y esa condición es la razón por la que no me pregunta a bocajarro: ¿Cómo sabe mi nombre?

Dudo unos instantes entre contar la verdad, mentir descaradamente y contarle que he leído sus estudios o inventar alguna historia más increíble aún que la situación que estamos viviendo, lo que acentuaría el surrealismo de la escena.

No voy a contarle lo de la carta extraviada porque creería que soy un fisgón. No puedo arriesgarme sobre sus estudios y quedar como un mentiroso. No me queda otra alternativa que inventar alguna historia. Voy a intentar que sea lo más creíble posible.

– Le veo pasear cada mañana desde mi ventana con su magnífico perro. La verdad es que me he imaginado muchos nombres, muchas profesiones y muchas vidas. Hace unas semanas entré en el bar y me crucé con su perro que estaba esperándole pacientemente en la puerta. El camarero –que está enamorado de su perro– había observado cómo lo miraba y me saludó con un expresivo: «¡Es majestuoso! El perro del señor Matías Peñafiel Puertollano siempre se espera aquí mientras su amo toma café en la mesa del rincón». Así supe su nombre.

La historia me parece suficientemente creíble.

– Parece un guión de esas películas en las que toda una historia nace de una casualidad. ¿No cree? Ahora tengo un poco de prisa, pero mañana podríamos quedar en el bar, tomarnos un café y conversamos un poco sobre su sector. A mí, me parece una buena oportunidad con un inicio esperanzador.

Realmente Matías es un señor educado. Parece un buen tipo.

– De acuerdo. Mañana a las ocho.

Continuará…mañana a las ocho.

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