Crisis
De vez en cuando me cuenta que recibe
cartas de amigos de sus padres que viven en Miami. Me guarda los sobres de esas
cartas porque conoce mi afición filatélica y aprovecha la ocasión para hablar
de esos vagos recuerdos, casi espejismos, que almacena en los rincones más
oscuros de su memoria. Alguno de esos exiliados, antiguos amigos de sus
difuntos padres, transformados en ricos jubilados norteamericanos, le vienen a
visitar, y en alguna de esas contadas ocasiones hemos coincidido todos en una
cena o en algún cóctel en el jardín de su casa. En esas reuniones
transgeneracionales sólo existe un tema tabú: Cuba.
Nos conocimos, como muchas veces sucede,
a través de un conocido –ahora, amigo– común. Jaime Colomines Perellada –el
nexo entre Pablo y yo– tiene una casita de veraneo cerca de la casa donde
veranean mis padres, en un recodo de un riachuelo muy próximo al paisaje
familiar en el que yo disfruté de mis veranos de mi etapa de púber y de
adolescente. En esos años Jaime y yo no nos conocíamos aún. Lo conocí años más
tarde cuando ambos ya estábamos casados, y fue entonces cuando empezó nuestra
relación.
Jaime y Pablo se conocían desde algunos
años antes. Se conocieron mientras perdían el tiempo haciendo ejercicios
militares, cuando aún era obligatorio que los jóvenes españoles lo perdieran.
Yo no tuve que pasar ese trance gracias a mi diabetes, que ya empezaba a asomar
sus síntomas por aquellos años. Esa etapa castrense que los puso en contacto
–algo bueno tuvo ese periodo oscuro de su juventud– continuó con una serie de
episodios entrelazados que son parte del tramado sobre el que se tejió después
el tapiz de la pequeña historia de nuestra relación. Ahora somos tres parejas
de amigos. Los tres nos hemos casado y vivimos con las mismas parejas con las que
hemos tenido hijos. Alguno de esos hijos ya tiene hijos. Ya empezamos a ser un
grupo de jóvenes abuelos.
Siempre me ha atraído el misterio que se
esconde detrás de las casualidades. Es una atracción por lo desconocido, la
misma atracción morbosa que tengo al mirar una larga ecuación diferencial.
Entre esos signos e incógnitas que esconde un orden, lo sé, lo intuyo al menos.
Allí, como un felino agazapado, está la clave de un gráfico concreto, se
esconde una línea que podrá ser dibujada en un marco formado por los ejes de
ordenadas y abscisas, pero que yo soy incapaz de descifrar.
La magia de estas carambolas históricas
reside en que no existe un hilo común que cosa un relato coherente. Los sucesos
van concatenándose sin orden aparente, pero algunas veces, pocas, se ordenan
como si fueran moléculas de dióxido de silicio y cristalizan. Nuestra amistad
es como un cristal de roca. Una bonita casualidad.
Pablo viaja por todo el mundo vendiendo
maquinaria pesada para grandes empresas multinacionales. Conoce todos los
continentes, habla correctamente cinco o seis idiomas y se siente poco
arraigado en el país donde vivimos. Aún no sé si es debido a su abandono
prematuro de la isla caribeña. De hecho, no tiene ni la nacionalidad del país
donde vive. El siempre dice que sólo se siente de su familia y poco más. Es un
individualista liberal que desconfía de cualquier cosa que desprenda cualquier
tufillo de control estatal.
Hace un par de años que la crisis
económica es un tema recurrente de nuestras conversaciones. Los tres la hemos
vivido y aún la estamos viviendo de distintas maneras.
A Jaime, el cierre de su empresa le
golpeó primero, aunque su optimismo le permitió superar el trance. En el fondo,
tuvo suerte de que su crisis particular se avanzara al gran tsunami que amenaza
con arrasarnos a todos. Ahora trabaja para una empresa muy sólida y, aunque las
ventas han disminuido, el sector del lujo es de los que resisten mejor los
embates de la recesión en el consumo.
Pablo decidió hace cuatro años, después
de muchos problemas contractuales, iniciar una aventura empresarial propia. Es
una persona orgullosa y con una capacidad de trabajo admirable, pero el
esfuerzo para superar la apatía del mercado le está suponiendo poner en riesgo
incluso su salud.
Cuando vuelvo a casa después de alguno de
nuestros encuentros me siento más solidario con los demás. Comparto con mis
amigos la dureza de la situación y soy capaz de mirar un poco más allá de mis
propios problemas. Sé por sus palabras y por sus expresiones que les sucede lo
mismo que a mí con las suyas cuando les cuento los recortes constantes que
sufre el sector y la situación crítica que muchos de mis colegas están
soportando por los incumplimientos de los pagos por parte de la Administración.
Sin embargo, nuestros mejores momentos
los tenemos cuando hablamos del futuro, del nuestro, el de nuestros hijos e
incluso el de nuestros nietos.
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