Invisible
No fui un niño de esos que tienen una imaginación
desbordante. Nunca arrastré una caja sin ruedas creyendo que era un camión. No
lo digo con satisfacción, ni tan siquiera con esa displicencia que envuelve a
los que se creen subidos a un escalón por encima de los demás, incluso tengo
que confesar que alguno de mis amigos de infancia –de ésos que eran capaces de
imaginar grandes epopeyas bélicas en las que los protagonistas de terribles
batallas descansaban apretujados en una de esas cajas esperando a que su niño,
poseedor del don que sólo tienen los dioses, les diera vida– me provocaban algo
parecido a la envidia. Y
digo parecido, porque no se parece en nada lo que de niño sientes a lo que
sentimos de mayores. A veces me pregunto si estas dos vidas vividas no son
tales, y lo que nos sucede realmente es que los años son una distancia
insalvable que convierte en espejismo lo que realmente es también nuestra
realidad. Una distancia de seguridad que nos permite resguardarnos del vértigo
de lo que hemos perdido.
Estoy intentando descubrir ese día en el que los sentimientos cambian,
ese día escondido, pero tengo aún toda la vejez, si me la regalan, para
lograrlo. Ahora no tengo tiempo.
Recuerdo que a mí me gustaba jugar a buenos y malos con reglas conocidas
de antemano. No me conformaba con disparar imaginariamente y a esperar a que el
otro cayera abatido, también imaginariamente, por una munición imaginaria, por
la simple razón de que le gritaba: ¡tocado, tocado! Quería eliminar al otro
tocándolo, conquistar una bandera cogiéndola o incluso, en mis años más
gamberros, participar en verdaderas batallas en las que los dos bandos
apodados, cada uno de ellos, por el nombre de los dos manantiales de aguas
sulfurosas del pueblo, íbamos armados con pistolas capaces de disparar munición
real proporcionada por esas cortinas metálicas que colgaban de los dinteles de
las puertas de las tiendas. Eran como paredes líquidas que nos permitían
penetrar a través de ellas en la carnicería o en la tienda de ultramarinos; al
hacerlo nos sentíamos poseedores de poderes sobrehumanos.
¡Cómo me gustaba el sonido de esas pequeñas piezas metálicas engarzadas
en un capicúa serpenteante. Era una música vivaz cuando los «ganxets» chocaban
entre sí. Una alegre percusión de minúsculos platillos que poco a poco iba
apaciguándose hasta volver a la quietud inicial. Hasta el silencio! Cuando
pienso en aquellos veranos, suena esa música, la de las cigarras a la hora del
sol hiriente y el susurro de las espigas de trigo mecidas por el viento
ardiente.
Cuando eres niño no sabes como eres, de mayor es cuando te preguntas
cómo eras. Con esa prevención que debemos tener por la distancia que nos separa
de lo que éramos, yo diría que era un niño curioso. No me gustaba la magia. Aborrecía
el circo. Recuerdo que alguien –no recuerdo quién, pero seguro que era alguien
bienintencionado– me regaló un juego de magia y muchos años después lo encontré
en un armario en perfecto estado; me refiero, evidentemente, al juego que no
llegué a estrenar.
No recuerdo, sin embargo, que fuera un niño al que no le gustara jugar.
Creo que era un niño que no creía en lo invisible.
Me gustaba
jugar con coches de verdad, de los que tenían ruedas, y quería conocer el
mecanismo que los hacía funcionar. Primero disfruté con los que funcionaban a
pilas con un mando conectado al vehículo por un cable, de esos que te obligaban
a seguirlos como si fueran un perrito al que sacabas a pasear, y después con
los teledirigidos, que ya tenían una caja de mandos tan sofisticada que podían
parecer mágicos, pero que yo sabía que no lo eran. Si jugábamos a cualquier
juego en el bosque, a escondernos, a policías y ladrones o a cualquier juego
sin nombre de los que nos inventábamos después de un pequeño debate de ideas,
me gustaba tener muy claras las reglas antes de empezar. Por esa misma razón,
jugar partidos de baloncesto sin árbitro era menos divertido que hacerlo con
alguien que arbitrara. No por todo eso era un niño aburrido, tristón, retraído.
Tenía muchos amigos, a la mayoría de los cuales no recuerdo si todas esas cosas
les importaban mucho. Cuando sea viejo, y tenga tiempo, y me encuentre a alguno
de esos viejos amigos, si me acuerdo, y si a ellos les interesa, y si recuerdan
cómo eran cuando eran niños, puede que sea motivo de alguna conversación
tranquila que será excusa para recordar la musiquilla de las cortinas
metálicas.
Algo de todo eso que recuerdo ha recorrido conmigo el largo camino que
me separa del niño que fui. Continúo sin creer que las cosas funcionen sin más,
continúo sin creer en lo invisible, incluso cuando lo que las hace funcionar
sea difícil de ver. Nuestro sistema farmacéutico es un ejemplo de ello. Sin una
logística capaz de mantener una estructura tan capilar como la que en estos
momentos proporciona la red de farmacias, sin ese mecanismo, demasiadas veces
olvidado, que le permite descargarse de los costes que representaría mantener
unas reboticas repletas en exceso, el modelo sería inviable.
Este artículo podría acabar aquí y ser un pequeño y particular homenaje
a la distribución farmacéutica, nuestro particular eslabón invisible, pero las
circunstancias no permiten muchas florituras. La gran exigencia que la crisis
está imponiendo al sector no permite otra salida que aumentar la eficiencia. El
recorte de márgenes y precios que todos sufrimos está lastrando de una forma
dramática los balances de estas empresas, por lo que es preciso que los
responsables de las empresas de distribución asuman la nueva situación y sean
capaces de hacer las reformas necesarias para continuar siendo un buen
instrumento para las farmacias.
El
mercado español de distribución está excesivamente fragmentado y la lógica
indica que es urgente buscar la forma adecuada para transformar
inteligentemente una estructura muy local, que en otros tiempos podía ser una
ventaja, pero que ahora puede ser un lastre que puede costarnos caro a todos.
Sólo los realmente sólidos van a poder continuar siendo nuestro eslabón
invisible.