martes, 27 de octubre de 2009

Puertas al campo


Los últimos días de julio son como los días anteriores al fin del mundo. Me dice mi amigo Jordi. Todo el mundo quiere dejarlo todo listo porque después viene la nada. Viene agosto. Pienso que no es una comparación acertada. Los últimos días de julio son mucho peores. Si realmente el mundo se acabase –ya sea por un encontronazo galáctico (los madridistas no busquéis ningún doble sentido) con un meteorito gigante o por el exagerado consumo de combustibles fósiles (aprovecho para colar aquí la perplejidad que me provoca que nuestro mundo moderno se alimente de una sopa de jugo de dinosaurios pudriéndose en fosas de alquitranes antiquísimos)– yo no tendría esa sensación de urgencia tan agotadora. Estos días son peores porque después de agosto llega septiembre y con él la matrícula de las universidades, la factura de la VISA de agosto, los días de vacaciones pagadas y muchas cosas más.

Faltan dos días para que llegue la nada reparadora y me he propuesto ordenar, al menos aparentemente, la mesa del despacho de la farmacia. Al menos cuarenta veces –cuarenta es una cifra que ya da la sensación de muchas veces y escribir muchas veces me parece poco elegante– he intentado ordenar de una forma definitiva mi mesa, pero intuyo que eso del orden tiene que ver con la constancia y no con los impulsos o con las buenas intenciones.

Cada vez que hago un esfuerzo para ordenar mi mesa tengo un momento de honda satisfacción; al acabar de hacerlo me siento el rey de la farmacia (no sólo los Borbones sienten hondamente), la mesa me parece más grande y mi autoestima también crece un poco. Una mesa grande siempre ha sido un signo de un cierto poder.

Confieso que estos días estoy bastante irritable, acabo de ser un maleducado telefónico con una señorita que me llamaba –tengo la sensación de que me llamaba desde muy lejos– para venderme una conexión a Internet con la que conseguiría unas prestaciones magníficas, tan buenas que lo que transmitiría no serían mis palabras sino mis pensamientos. La he cortado bruscamente (la conversación, no a ella) en el momento que empezaba a contarme que se trataba de una oferta especialísima porque en vez de pagar se cobraba por contratarla. No ha tenido suerte al escoger el día ni la hora de la llamada, le he colgado (he colgado el teléfono, no a ella) sin reparar que estaba desperdiciando una de las mejores ofertas que nunca me han propuesto. ¡Qué malos son los últimos días de julio!

Empiezo mi tarea revisando una carpeta amarilla –amarilla no es un adjetivo apropiado para distinguirla porque todas son amarillas, pero esto de escribir tiene estas licencias–; empiezo con la carpeta de los albaranes de mi distribuidor. Mi abuelo los repasaba uno a uno y línea a línea, pero yo nunca lo he hecho; un exceso de confianza, quizás. Les doy un ligero vistazo y continúa mi malhumor. Debe de ser por los días en los que estamos o por la bajada de la facturación, sea por lo que sea, pero todo me parece muy caro.

En estos días en los que la mayoría parece creer que son los últimos días del mundo, casi no hay espacio para las satisfacciones, los días parecen un carnaval de preocupaciones en el que todos los problemas se desbordan, surgen de todos los rincones, como ratas saliendo de un barco que se hunde.

Debe ser por tradición, pero la carpeta en la que se van acumulando los papeles de mi distribuidor siempre ha sido una carpeta distinta de la destinada a los otros proveedores, aunque amarilla como todas las demás. Por tradición, posiblemente, pero no sólo por tradición. En una organización sectorial tan capilarizada como la nuestra, sin una distribución al servicio de las farmacias seríamos mucho más débiles, pienso yo –quizás también lo pienso por tradición–, debe ser eso, me dicen muchos.

¡Abajo las tradiciones! En estos días de ensayo general del fin del mundo parece que lo apropiado sería derribar los mitos que, generación tras generación, hemos ido construyendo. ¿Y si llamo a la chica del teléfono y pruebo esa nueva tarifa mágica? ¿Y si dejo de poner los albaranes de mi distribuidor en su carpeta y los coloco en la carpeta –amarilla, también– en la que coloco los albaranes de todos los demás proveedores? ¿No sería conveniente leer los anuncios que inundan mi mesa con las ofertas más variadas en las que me prometen el oro y el moro, en vez de tirarlos directamente a la papelera?

Estoy realmente encendido. El calor húmedo de Barcelona agrava aún más esa sensación de agobio de estos días que preceden a la reparadora calma del vacío veraniego. Un futuro cercano, pero que no es suficiente para enfriar mi mal humor.

Estoy realmente harto de tantas ofertas. ¿Por qué se empeñan en explicarme tantas maravillas si yo ya tengo de todo? Si hoy hubiese sido un día cualquiera del año, con esta simple reflexión ya me hubiese quedado más tranquilo, pero hoy es uno de esos días en los que dejas aflorar tu malhumor para que no te reviente el estómago si lo dejas dentro. ¡Voy a cambiar de compañía telefónica y también de distribuidor!

Como he colgado bruscamente a mi interlocutora telefónica, no sé ni siquiera como se llamaba (la compañía de telefonía, no la chica del teléfono). Probaré con el director de mi almacén distribuidor, a ese sí que lo conozco desde hace muchos años.

Sin ninguna introducción educada, le espeto:

– Voy a cambiar. Tengo encima de mi mesa una nueva oferta que es irresistible.
– Me sabe mal –noto que dice la verdad–. Hace ya tantos años que eres cliente nuestro. ¿Te has leído nuestro folleto de condiciones? Hemos remodelado nuestro plan comercial y nuestra cartera de servicios. Además, estamos en un proceso de mejora de nuestros circuitos logísticos para poder ofrecer un mejor servicio. ¿Has notado una mejora?
– Ahora que lo dices…
– Me gusta que los clientes me exijan. Es un buen sistema para no dormirse en los laureles. Para una empresa como nosotros –de tanta tradición, entiendo que quiere decir– es imprescindible no hacerlo, podría ser nuestra perdición.
– ¿Cómo haces para estar tan calmado estos días?
– Es parte de mi sueldo.
– Yo no sé hacerlo. ¡No me conviene escuchar ofertas!
– No es esa la solución. Debes escuchar y mirarlo todo. La competencia es buena, para ti y también para nosotros. Tú, a lo tuyo. Exígenos que seamos los mejores. Y nosotros, a lo nuestro.

P.D.: Dedicado a los que en estos días de ensayo general del fin del mundo no pierden la calma.

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