viernes, 22 de junio de 2012

Azul


Cuando te diriges hacia el norte por la carretera N-260 dejando atrás la capital de l’Alt Empordà, aparece delante de tus ojos una larguísima línea de asfalto que parece dibujada por el tiralíneas de un arquitecto, que atraviesa el llano que linda por el este con una de las zonas húmedas con más riqueza botánica y ornitológica de Catalunya, els Aigüamolls de l’Empordà, y a lo lejos, hacia el noroeste, por las postrimerías marítimas de los Pirineos que dibujan una franja estampada de colores superpuestos que van del violeta hasta el gris verdoso. La línea recortada de la frontera más cercana en la que aún se oyen los ecos remotos de los lamentos de los perdedores cruzándola por el Coll de Lli en La Vajol, el pueblo más pequeño de la comarca que durante unos días convulsos de nuestra historia fue la última sede en territorio español de la Presidencia de la República y del Gobierno y que acogió durante cuatro días a Manuel Azaña, antes de su partida hacia el exilio francés a la que siguió la del presidente de la Generalitat Lluís Companys y la del presidente del Gobierno Vasco José Antonio Aguirre.

La carretera se dirige como una lanza a la brecha existente entre la cara sur de la sierra de la Verdera coronada por el monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes y la sierra de l’Albera en la que está situada la abadía benedictina de Sant Quirze de Colera a la que se accede desde Rabós, un pueblecito escondido donde pude saborear, durante una verbena de San Juan de hace treinta años, la mejor sardinada de mi vida, en la que las sardinas subastadas en la lonja de Llançà fueron braseadas por el fuego de los sarmientos encendidos en el empedrado de la plaza.

Siempre que llego a ese tramo del viaje me siento transportado por una cinta mágica que une el museo Dalí de la rambla de Figueres con los huevos metafísicos de la casa del pintor surrealista en Port Lligat. Este paseo por el reino de la tramontana transcurre, paralelo a la vía del tren que acabará cruzando la frontera unos treinta kilómetros más al norte en la majestuosa estación de Port Bou, entre maizales, vides y olivos, hasta Vilajuïga, el pueblo que guarda en su subsuelo el manantial de las aguas mineralizadas y ligeramente gaseadas que aderezan con exótica alegría las comidas a los que nos agrada notar el sutil chispeo de las aguas con gas, y que finaliza cuando llegas a las ruinas del Castillo de Carmençó para atravesar el Coll de Canyelles

Una vez atravesada la meta, al final de la larga recta, y después de un corto repecho, y si la brisa sube de la costa y tengo los sentidos atentos, puedo oler el mar. Un mar que aparece después del leve descenso por la carretera que ahora se retuerce entre las laderas desnudas de las rocas que muy pronto llegarán hasta la costa. Después de una de esas curvas de derechas que me conducen a Llançà, el mar aparece como una mancha de azul homogéneo que linda con otra mancha azul celeste por la línea engañosamente recta del horizonte. Este momento es como un beso esperado, pero que no por serlo es igual al último beso guardado en la memoria. Es un paisaje que sé que voy a ver, pero que continúa removiendo algo cerca de la boca del estómago cada vez que aparece.

El mar azul y el cielo azul entre las rocas del macizo del Cap de Creus es una descripción rigurosa de ese paisaje, pero cuando la emoción de ese momento decae y voy acercándome al último tramo del viaje, el que transcurre por el camino de ronda entre Llançà y Port de la Selva voy entendiendo que las cosas no son tan sencillas como parecen. Esa mancha de azul homogéneo va mostrándose tal como es realmente, un crisol de verdes y azules que van mezclándose con trazos desordenados de blanco que aparecen al ritmo que marca el viento. No puedo decir que el mar no sea esa mancha maravillosa que me emociona, pero el mar no es sólo eso. El mar es diverso.

Esa manera de ver las cosas tiene un gran parecido con la que muy a menudo aplicamos cuando se describe la farmacia. Con demasiada frecuencia miramos el sector como un universo uniforme, monocolor, pero si nos acercamos a él con la actitud del que mira un cuadro nos encontramos un universo de contrastes.

Nuestro sector es la suma de diminutos universos aislados unidos por leves conexiones, pero cada uno de ellos tiene características muy distintas que pueden incluso hacerlos extraños entre ellos. Estas diferencias no son sólo económicas, que las hay, sino que también existen diferencias sociológicas y vocacionales. Por esta razón cualquier intento de explorar alternativas a la situación de incertidumbre en la que se encuentra el sector que no tenga en cuenta su extraordinaria diversidad no tiene ninguna posibilidad de tener éxito.

Aunque es imprescindible aumentar la fuerza de las actuales conexiones entre farmacias desarrollando una cartera de servicios susceptible de ser contratada por el sistema nacional de salud que aumente el valor sanitario del conjunto de las farmacias, no hay más remedio que contemplar que las alternativas válidas van a ser también necesariamente diversas si no queremos correr el riesgo de que algunos puedan sentirse excluidos de la solución propuesta.

Encontrar el equilibrio entre lo colectivo y lo individual va a ser una de las claves del éxito de las propuestas de futuro, siempre y cuando seamos verdaderamente conscientes de lo que significa estar trabajando para la farmacia. Ni el mar es ese azul que aparece detrás de la curva a derechas, ni el sector puede ser contemplado como un conjunto uniforme de establecimientos sanitarios cortados por el mismo patrón. Sería más fácil, pero no es así, ni el mar ni la farmacia. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

He estat passant uns dies a Port de La Selva. M'agradat molt la descripció del recorregut dins a arribar-hi.El mar ha estat sempre molt important a la meva vida.No puc deixar de mirar-lo quan el tinc a prop. La meva filla gran es diu Maria del Mar. A conseguir la similitud amb la farmàcia i la seva essència, de veritat, que m'ha impressionat.Felicitats!!
margarita casanovas